Entrevista a Susana Becerra de Medellín
Zarauz, agosto de 2006
Por las ganas de educar muchachos en un colegio integral que tuviera arte, humanidades, desarrollar sus talentos, sus aptitudes. A Carlos lo habían llamado años antes para proponerle la compra del Colegio José Max León junto con Eduardo Mendoza Varela, proyecto que no se concretó pero quedó la expectativa de hacerlo en algún momento. La credibilidad de Carlos en temas educativos fue desde entonces muy alta entre otras cosas porque habitualmente escribía el artículo de las portada de las Lecturas Dominicales de El Tiempo con temas culturales y educativos. Tenía también una columna en El Espectador de crítica musical y literaria, un programa semanal de televisión llamado Artes y Letras y había sido también director de Extensión Cultural del Ministerio de Educación, que después de llamó Colcultura y hoy es el Ministerio de Cultura. Era además profesor en cuatro universidades y había sido director de la Imprenta Nacional. Entre sus publicaciones ya contaba conTu Idioma I, II y III, la Introducción a la Estética de Derecho (su tesis laureada de grado como abogado), Instituciones Políticas de Colombia, y Cuestiones Universitarias, había sido también director de la Revista Bolívar del Ministerio de Educación por muchos años, secretario Académico y rector encargado de la Univesidad Nacional. De manera que mucha gente vio con buenos ojos la idea de que Carlos Medellín fundara un colegio.fue
Había un grupo de familiares y amigos muy entusiasmados con la idea y con ganas de vincularse al proyecto de hacer un colegio. Los colaboradores inmediatos de la fundación fueron Merceditas, mi hermana mayor, su esposo Cupertino Fonseca y Rafael Hernández, mi padrastro. Merceditas fue la profesora de música muchos años; Cúper, como le llamábamos, el síndico y el encargado de la cafetería y Rafael el profesor de Inglés. Numerosos amigos y conocidos quería participar con la fundación, incluso aportando dinero, pero desde el primer momento Carlos no quiso que el Colegio adquiera compromisos por fuera del ámbito familiar.
El primer año el colegio se llamó Gimnasio Santa Fe de Bogotá por la convicción de desarrollar la identidad cultural de los alumnos con su cultura, su país y su ciudad. El primer escudo, incluso, llevaba como símbolo el balcón del Camarín del Carmen, que representa una tradición arquitectónica fundamental de Bogotá, que todavía está en esquina de la calle 9 con carrera 4 y que fue en épocas coloniales un convento de la comunidad de las carmelitas. Sin embargo, los alumnos al finalizar el primera año hablaron con Carlos para solicitarle la posibilidad de cambiar el nombre. Otros colegios de Bogotá tenían nombres parecidos y no querían que los confundieran con ellos, porque se trataba de verdad de instituciones educativas muy distintas. De manera que se reunieron algunos padres de familia, entre ellos el maestro y poeta Rafael Maya, alumnos y profesores, quienes sugirieron en primer lugar que el colegio se llamar Carlos Medellín, a lo que Carlos, muy dentro de su estilo, se opuso por considerarlo, entre otras cosas, un exceso de vanidad. En su lugar, y preservando sus iniciales, se escogió el nombre que Carlos mismo propuso: Claustro Moderno.
Hay que recordar que él fue durante muchos años profesor de latín (incluso mi profesor de latín en el Colegio de los Ángeles donde nos conocimos) y él usaba muchas frases de contenido pedagógico en sus escritos, entre ellas, Nova et Vetera, que significa lo antiguo y lo nuevo, que los llevó a proponer el nombre que todavía lleva el colegio. Vale la pena aclarara que desde entonces y hasta 1991 el colegio se llamó Claustro Moderno solamente, hasta que la Secretaría de Educación recomendó anteponerle la palabra colegio o gimnasio o liceo, en un programa de actualización de la nomenclatura de las instituciones educativas. No valió explicarles, como lo hacía Carlos, que entre las acepciones de la palabra Claustro está la de colegio y que, en consecuencia, podría ser una redundancia. Quedamos registrados entonces como Colegio Claustro Moderno.
Fue un proceso difícil y agotador. La importancia del espacio para un colegio es vital. Además debía ser amplia y central. Las dos mejores opciones fueron una casa del parque Palermo, estilo inglés, muy linda pero algo estrecha. Hoy funciona allí la Clínica Nueva. La otra opción fue la finalmente escogida, en Chapinero, en la carrera 15 No. 60-47 (teléfono 49 4038). Era una casa de estilo republicano con corredores de amplios arcos. Tenía dos patios y dos pisos organizados el primero para la parte administrativa y el segundo para los salones. En esa sede se vivieron los primeros y más difíciles años. La cantidad de trabajo, incluso nos obligó a trasladar nuestra propia vivienda dentro del colegio en una cabaña que quedaba cerca del patio grande de la parte de atrás. Ya habían nacido Angelita, Carlos Eduardo y Jorge Alejandro. Esta cabaña fue después la sede del Jardín Infantil y nosotros nos fuimos a vivir a una casa que quedaba detrás del colegio en la esquina de la calle 60 con carrera 15A, y luego a otra que en la misma cuadra nos brindó la posibilidad de comunicarla directamente de patio a patio. Posteriormente se anexaron al colegio dos casas vecinas donde quedamos más cómodos y en las cuales funcionó la primaria (en la de la calle 60) y parte del bachillerato (en la de la carrera 15). Algunas familias vivían en el mismo barrio: los Cañón Beltrán, los Pedraza Pinillos, los Parra Poveda, los Urrego Moreno, los Rodríguez Palacino, los Uribe Ochoa, los Ramírez López, más adelante los Ramírez Zabala, los Chica Giraldo, los Romero Díaz, los Chaparro Gaitán y los Guillén Becerra.
La idea original era empezar sólo con preescolar y primaria. Sin embargo, algunos de mis sobrinos, Hernando Becerra Tirado, Carlos Guillén Becerra, Ricardo Becerra Torres y José Domingo Álvarez Pinzón, debían entrar a primero o segundo de bachillerato, lo cual nos motivó (o nos presionó) a abrir cupos hasta segundo, afortunadamente con buena acogida.
Ese primer año empezó con 113 alumnos, hombres en su gran mayoría, salvo algunas niñas que entraron a Jardín: Dina Cabrera Becerra, Stella Cecilia Gómez Laverde y Gabriela Salazar Álvarez. Estas niñas sólo hicieron Jardín en el Claustro y luego pasaron a colegios femeninos. La primera matrícula la hizo Carlos el 8 de noviembre de 1965 y corresponde a Gian Franco Braccia Cifuentes. El Claustro empezó siendo un colegio masculino. Era lo habitual para la época. La mayoría de familias le tenían prevención a los colegios mixtos, especialmente los padres de las niñas (prevención que todavía existe en algunos). Los colegios más tradicionales y prestigiosos de esa Bogotá eran masculinos o femeninos. Pero el carácter de masculino se conservó durante algunos pocos años. Fueron matriculándose paulatinamente algunas niñas en diferentes grados, entre ellas: María Consuelo Vivas Combariza, Claudia Carrizosa Mantilla y Patricia Cruz Ramírez (1968), Julieta Medellín Hernández (1969), María del Pilar Guillén Jiménez, María Cristina Saab Steevens y Liliana Guerra Rodríguez (1970), Clara Alexandra Bello y Diana Patricia Carvajal (1971), Francisca Villalón Préndez, Claudia Rivera Medina y Consuelo Morales (1972), María Cecilia Chica, Silvia Medellín Becerra –mi hija menor-, Claudia Patricia Parra Poveda, Isabel Cristina Rojas Sarmiento y Patricia Salgado Romero (1973). En 1974 Angelita Medellín, mi hija mayor, se rebeló a la doble condición de estar en un colegio femenino y lejos del Claustro. Desde ese año se tomó entonces la decisión de volverlo mixto. Además muchos padres de familia lo estaban solicitando con insistencia. En el libro de matrículas de ese año figuran 45 niñas. Las primeras bachilleres del Claustro se graduaron en 1975 y fueron tres: Tatiana Becerra Rodríguez, Mercedes Guarín Álvarez y Patricia Rivera Niño.
Se graduaron 15. Su director de curso fue Carlos, incluso desde 1966 cuando esos mismos muchachos estaban en segundo de bachillerato, Les dictaba además español, les hacía orientación profesional, hacía con ellos la Academia y llegó incluso a dirigir el coro en el que muchos de ese grupo cantaban. Los más musicales eran Claudio Hernández y Gustavo Rey; en el libro de calificaciones figuran con 5.0 (la máxima nota) en disciplina: Jorge Chacón Álvarez, Francisco Escobar Henríquez (quien llegó a ser presidente de la Corte Suprema de Justicia) Iván González Amado (hermano de Nancy), Claudio Hernández Becerra (quien es hoy el arquitecto del Colegio) y Alberto Zawadzky. Lo cual no significa que los otros fueran necios: la menor nota fue de 4.0. Las mejores calificaciones fueron las de Iván González y Alberto Zawadsky. Recuerdo también la caballerosidad de Andrés Uribe Concha, la la seriedad de Jorge Chacón, Francisco Escobar y Alberto Zawadsky, pero en general todos eran muy amables y queridos: un grupo ejemplar.
La ceremonia de graduación se hizo en el Teatro Colón, con la asistencia de todo el colegio (alumnos, profesores y padres de familia). En la mesa directiva estaban Carlos, Hernando Núñez Navas, Irene Jara (rectora de la Universidad Pedagógica), Jaime Sanín Echeverri, Monseñor Andrade Valderrama y el profesor Luis Antonio Cruz. El programa musical, que siempre ha formado parte de esta ceremonia, estuvo a cargo en esa oportunidad de destacados miembros de la Orquesta Sinfónica de Colombia, entre ellos Marina, Antonio, Luis e Israel Becerra, mis hermanos, Gabriel Hernández, Daniel Baquero y Ruth Lamprea. El discurso principal, desde entonces la Oración de Estudios, lo hizo Carlos (y se encuentra en este libro). Por parte de los alumnos habló Iván González Amado. Los bachilleres se lucieron con una excelente presentación personal, llevando de manera muy elegante su uniforme. Los profesores estaban todos vestidos de gris y se entonó por primera vez el HImno del Claustro.
Muchos. Por ejemplo la fundación de la Orquesta Filarmónica de Bogotá, en la sede del Claustro en 1968. La presencia de profesores como Javier González Quintero y Arturo Nougués, quienes incluso llegaron a vivir unos años en el Colegio, en la parte posterior del primer piso y quienes eran tan protagonistas de la vida escolar de día como del ambiente bohemio del barrio en los fines de semana. Javier González, quien desde entonces ostenta una impresionante destreza artística, diseñó el escudo del Colegio y era un excelente profesor de español. Fue coautor con Carlos de los libros Tu Idioma de primaria. Hoy es una figura internacional, premiado por la Unesco por alfabetizar más de 500.000 niños en América Latina con un método inventado por él. Arturo Nougués fue un excelente profesor de matemáticas, dueño de una gran simpatía y muy recordado por sus alumnos.
Recuerdo también el día en que llegó un señor ofreciendo una función de títeres para los niños. Se programó para el día siguiente y debía ser realizado por él y dos o tres personas más. Sin embargo, a la hora de la función no llegó sino él, quien se encargó de todos los muñecos, los vestidos, todas las voces, la música y las escenografías. Quedamos con la boca abierta. Desde ese día nunca volvió a salir del Claustro. Fue profesor de teatro, de títeres, de artes industriales, y después acompañó a Carlos hasta el último día en todos sus cargos y responsabilidades como asistente personal: estoy hablando de Fernando Cruz Aristizábal. Su segunda esposa, Amparo Fajardo, fue unos años secretaria del Claustro en Zarauz y llegaron a vivir con sus hijos, en la casa de abajo una temporada.
Debo destacar también la presencia de Ligia Montealegre de Osorio, una señora de enormes capacidades pedagógicas y administrativas que nos sirvió con gran eficiencia en esa época y durante muchos años. Tampoco puedo dejar de mencionar a Merceditas, mi hermana, quien era la profesora de música y además quien se encargaba de todos los eventos como el día del maestro, la semana cultural, las fiestas, con una gran creatividad y mucho entusiasmo. Para el montaje de una obra de teatro improvisada con motivo del día del maestro, disfrazó a algunos de los alumnos grandes de mujeres (el colegio era masculino) con prendas femeninas de ella y mías. Yo me di cuenta ya cuando las tenían puestas y estaban actuando.
Es que la antigua sede empezó a perder su calma y su encanto por el creciente carácter comercial del barrio, y las solicitudes de ingreso empezaron a aumentar, lo cual hizo que quedáramos estrechos. Surgió entonces la necesidad de buscar otra sede, campestre en lo posible, y en el norte, donde se estaban trasladando otros colegios y hacia donde se dirigía el mayor impulso urbano de la ciudad. A mediados de 1971 nos pusimos en la tarea con Carlos y encontramos una buena posibilidad. Se trataba de la finca La Gloria, ubicada sobre la carrera Central del Norte, unos metros antes del peaje, de sur a norte a mano izquierda: una casa grande en medio de amplias zonas verdes planas. Tenía problemas de agua y teléfono, pero era en realidad una buena opción, aunque muy lejos para la época. Pero sucedió algo inusual. Una coincidencia de esas que la vida le regala a uno muy de vez en cuando. Antes de iniciar los papeles para firmar el contrato de arrendamiento, Carlos le dijo a Manuelito, el carpintero y portero que vivía en el Colegio y quien se destacaba por su simpatía y chismografía, que fuera empacando sus cosas porque nos íbamos a trastear, pero que no le dijera a nadie para no alborotar el ambiente. Al parecer el entendió “vaya cuéntele a todo el mundo”.
Y así fue. En una entrega de libretas se paró en la puerta principal y empezó a regar la noticia. Una madre de familia, Beatriz Steevens de Saab, madre de William, Camlo y María Cristina Saab, se interesó mucho y le preguntó a Manuelito si la finca era Zarauz y la describió someramente. Manuelito corrió a preguntarme si la finca tenía un lago grande y unos kioscos con techo de paja. Nos comunicamos con Beatriz y el siguiente fin de semana estábamos con Carlos en la puerta principal de Zarauz preguntando por sus dueños. Un portero nos dijo que la finca estaba abandonada y que los dueños no estaban, pero nos dio un teléfono donde contestó la secretaria del abogado Ricardo Bejarano, quien por entonces administraba los bienes de su tía Ana Tulia Bejarano de Laserna, dueña de esa y de otras fincas inmensas en el país. La secretaria nos desanimó rápidamente porque sabía que los dueños no tenían intención de arrendar o vender, a pesar de la insistencia de numerosos clubes, fundaciones, comunidades religiosas, colegios y restaurantes. Pero a los pocos días entró una llamada a la casa, de parte del Dr. Bejarano y se concretó una cita para conocer la finca. El impacto fue tremendo. No sólo era la finca más hermosa que habíamos visto, llena de agua, de montañas, de flores, sino que había sido la sede el Colegio de Nuestra Señora de la Paz, y tenía tres kioscos y seis salones listos para usar y un salón grande detrás de la casa que llamaban ‘el gimnasio’ donde podía reunirse todo el colegio bajo techo. Estaba, además, mucho menos apartada que la otra: era perfecta. La conversación con el doctor Bejarano giró alrededor de temas culturales y educativos, por lo cual hubo mucha empatía y eso facilitó la disposición de arrendarnos la finca. Sabía del prestigio y el recorrido de Carlos y supuso, tal como lo manifestó, que en manos de un educador y poeta la finca no podía estar mejor. Procedió entonces a desbaratar el acuerdo que había establecido previamente con la Superintendecia Bancaria como arrendataria de la finca.
En los últimos meses del año 1971 se hizo el trasteo, con la ayuda de los empleados, los profesores y, cómo olvidarlo, los alumnos. Usamos todos los vehículos que pudimos: propios, prestados, alquilados, la famosa ruta 3 que era un Ford 54 de vejez prematura que todos los claustristas de la época recordamos con cariño y que funcionó hasta más o menos 1986. Hay una filmación muy linda de ese día. Los 344 alumnos del Claustro no se veían ni entre ellos en la nueva sede, pero la felicidad de todos es uno de mis mejores recuerdos.
Tres años más tarde nos enteramos que la finca estaba en venta. Algunos clientes empezaron a llegar los fines de semana a conocerla. Recuerdo en especial unas monjas venezolanas con maletines llenos de bolívares buscando al dueño para comprarla de inmediato. Carlos se puso en contacto con el doctor Bejarano con el propósito de solicitarle un plazo para trasladar al colegio a otra sede, pero aquél le dijo: “por qué no la compra usted”. Se hicieron las cuentas, se hicieron ajustes, se asumieron los riesgos, y después de un gran esfuerzo de muchos años se logró. El sueño se había hecho realidad. El Claustro Moderno tenía por primera vez sede propia, probablemente la más hermosa que un colegio pueda aspirar a tener.
Años después tuvimos la necesidad de ampliar la planta física y desbaratar los kioscos de techo de paja, algo por lo que muchos de los exalumnos de la época no terminan de perdonarnos. Se construyeron los salones de la primaria que todavía existen, con un diseño de Jorge Alejandro quien desde entonces (creo que fue en 1981), ha definido el concepto de todas las construcciones del Colegio. Después de inició la construcción del segundo piso sobre los salones originales del bachillerato, proceso que ha sido muy demorado y que terminó en el 2007.
Vale la pena mencionar también la famosa caída de los techos de tres salones, en 1982, a causa de una impresionante granizada que cayó inmediatamente después de la salida del colegio en horas de la tarde. Quizás fue un problema de construcción de los salones originales, relacionado con una pendiente insuficiente del techo, lo que acumuló el granizo y produjo el desastre, aunque el espectáculo fue grandioso: toda al finca quedó cubierta de granizo, como si se tratara más bien de una nevada en pleno invierno europeo. El maestro Abdú Eljaiek, gran fotógrafo colombiano, muy amigo de Carlos y padre de familia de la época, se apresuró a registrar el momento y aprovechó para tomar, ese mismo día, muchas de las mejores fotografías que le hicieron a Carlos en su vida. Los alumnos fueron ubicados al otro día en la cabaña, la biblioteca, los laboratorios y en la sala de profesores. Mi sobrino Claudio Hernández Becerra, bachiller de la primera promoción, ya se había graduado como arquitecto y condujo la reparación de los salones. Suyos han sido todos los diseños de las posteriores ampliaciones de nuestra planta física.
Era el miércoles 6 de noviembre de 1985. Carlos salió como siempre muy temprano hacia el Externado (donde ejercía después de más de 20 años de vinculación como Vicerrector, Decano de Estudios y director del Departamento de Humanidades). Iba con la tarea de hacer las entrevistas a los aspirantes a primer semestre de la carrera de Derecho. Su recorrido habitual empezaba allí y seguía con la Corte Suprema de Justicia, de la cual era Magistrado de la Sala Constitucional desde 1980. Luego regresaba al Claustro y pasaba a encargarse de los asuntos propios de la dirección del Colegio. Ese día tenía Sala Constitucional hacia las once de la mañana. Lo esperábamos a almorzar.
El ambiente estaba muy pesado por las amenazas de los narcotraficantes extraditables a los magistrados de la Corte, quienes se encontraban discutiendo la constitucionalidad del tratado de extradición. A Carlos le había llegado días antes una horrible amenaza donde se daba detalle de las actividades de Carlos Eduardo y Jorge Alejandro, quienes se encontraban estudiando en París. Él tenía previsto visitarlos en noviembre, pero la situación era muy comprometedora y había pospuesto el viaje en acto de solidaridad con sus compañeros de la Corte, quienes habían sido amenazados semanas antes que él.
No voy a describir la tragedia. El mundo entero sabe lo qué pasó y el país nunca se podrá recuperar de lo sucedido. Ya no podrá ser jamás el mismo. Para el Claustro el momento fue de extrema angustia. No sólo su fundador y rector estaba dentro del Palacio de Justicia. También estaban con él cinco padres de familia, todos Magistrados de la Corte: Alfonso Reyes Echandía, Fabio Calderón Botero, Manuel Gaona Cruz, José Eduardo Gnecco Correa y Gustavo Velásquez Gaviria. La confianza inicial en que todo se iba a resolver positivamente, teniendo cerca el ejemplo de la toma de le Embajada de República Dominicana donde no hubo muertos, empezó a perderse en la medida en que pasaban las horas. Para nosotros la tarea inmediata fue recorrer los hospitales y entrar en contacto con autoridades para solicitar el cese urgente del fuego, algo que nunca llegó. Si el presidente de la República, Belisario Betancur, no oyó al presidente de la Corte, quedaba claro que a nosotros tampoco nos iban a escuchar.
Cualquier decisión era prematura en ese momento. Carlos Eduardo y Jorge Alejandro llegaron el viernes en las horas de la noche. Fueron recibidos en el Aeropuerto por la familia y debo mencionar la presencia del importante penalista y constante amigo Antonio Cancino Moreno, quien era padre de familia del Claustro y quien nos acompañó en ese momento y en tantos otros. Pero la verdad no hubo ni espacio ni tiempo para pensar en si el colegio debía o no continuar. A ninguno de nosotros nos pasó por la cabeza la posibilidad de que el Claustro no siguiera, a pesar de que su fundador, timonel, guía y protector hubiera fallecido. El compromiso con su memoria, su legado y su trabajo, así como con los 472 alumnos matriculados ese año era ineludible para nosotros. Mantener al Claustro significaba, además, mantener vivo el corazón de Carlos Medellín a través de su obra más hermosa. Veinte años después, casi veintiuno ya, estamos orgullosos de haber sido capaces de seguir adelante. Debo agradecer, de paso, la solidaridad de muchos padres de familia de la época, quienes reafirmaron su vínculo con la Institución no sólo por escrito. También trayendo al Colegio sus otros hijos o sus sobrinos y amigos. Imposible dejar de mencionar el sólido compromiso y la cercanía afectuosa e incondicional de profesores, funcionarios y amigos como Efraím Villarreal, Alvaro Vinueza, Álvaro Nájera, Julián Bustamante, Humberto Niño, Gladis Ramírez, Gabriela Mantilla, Nancy González, Haydée Aragón, Ligia de Osorio, Luis Fernando Pérez y Fernando Cruz.
Muy sólido, maduro y realizado. Con un Proyecto Educativo Institucional que expresa mejor que nunca los propósitos y los deseos que motivaron su fundación. Con un liderazgo visible de Jorge Alejandro, como autor del PEI y rector del Claustro -el cuarto en 40 años, después de Carlos Medellín (1966-1980), Jorge Rojas (1983) y Álvaro Vinueza (1982-83 y 1984-2002)-. Con un inmenso y creciente prestigio académico y pedagógico. Con la feliz realización de antiguos proyectos como la Banda Sinfónica. Con una presencia activa y dinámica de la cultura y el arte en la formación de la sensibilidad de los niños. Con un estilo pedagógico que no hace distinciones ni le otorga valor especial a los apellidos o a las condiciones sociales. Con una convicción muy fuerte de tratar a cada uno de los niños como seres únicos en sus fortalezas pero también en sus debilidades, niños que puedan contar con un Colegio que se adapte a sus necesidades particulares. Me llegan a la memoria muchísimos papás y mamás que han llegado al Claustro buscando la comprensión, la paciencia o la oportunidad para sus niños, que por tener ciertas características únicas por sus talentos o sus dificultades, no fueron admitidos en otros colegios.
Con un cuerpo de profesores muy profesional, comprometido y de gran estabilidad. Con unos exalumnos que en general se destacan por sus buenos modales, su amabilidad, sus valores. Con unos padres de familia en general muy identificados con los principios y programas del Claustro. Con el trabajo en equipo de una familia que tiene la misma edad que el Colegio y que ha crecido en su compromiso, dedicación y amor por el oficio docente y formador: Angelita, Carlos Eduardo y María José, Jorge Alejandro y Diana, Silvia y Alexander, todos profesores y padres de familia del Claustro, son con sus hijos el símbolo más importante de la continuidad del Colegio y de su proyección en el futuro. Como decimos a veces entre nosotros mismos, ‘mientras haya un Medellín vivo, seguirá existiendo el Claustro Moderno’.