Profesores

Diana Ibón
Arias Urrea

Coordinadora

Lucía Chaves Rivera

Tutora de Semillero

Anyi Carolina Martínez

Profesora de Educación física

Harvey Cifuentes Sanabria

Profesor de Música

Leidy Tatiana
Gómez Callejas

Profesora de Inglés

Leidy Tatiana
Gómez Callejas

Profesora de Inglés

Bogotana. Coordinadora de la Etapa 0. Casada y madre de una hija (Sara María, alumna del Claustro). Bachiller del Colegio Cristóbal Colón. Licenciada en Educación Preescolar de la Fundación Universitaria Monserrate, con 18 años de experiencia en el ejercicio de la educación. Vinculada al Claustro Moderno en 2004. Ha recibido la mención de profesora Titular. Sus aficiones son el cine y la música.

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Bogotana. Tutora de grupo Semillero. Hija de Yadira Rivera y Jorge Chaves. Soltera. Bachiller de Colegio Santa Mariana de Jesús. Licenciada en Pedagogía infantil de la universidad El Bosque. Con 15 años de experiencia. Vinculada al Claustro en 2022. Entre sus aficiones están viajar, el cine y las manualidades.

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Bogotano, (1972). Profesor de Música. Hijo de Gonzalo Cifuentes y Ángela Sanabria. Casado con Adriana Valbuena. Bachiller del Colegio Cafam. Con estudios de Música en la Universidad de Los Andes y Tecnólogo en Publicidad en la Jorge Tadeo Lozano. Con 21 años de experiencia profesional. Vinculado al Claustro en 2008. Ha publicado el cd Cantemos otra vez y el dvd Cantando y aprendiendo con Andy, Mingo y Arcoiris, ambos para niños. Entre sus aficiones están la música, el cine y la fotografía.

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Nacida en Florencia, Caquetá (1991). Profesora de Inglés. Hija de María de Gladys Calleja Serna y de Alberto Gómez Serna. Madre de un hijo (Paul Vargas Gómez). Bachiller del IED Miguel Antonio Caro. Licenciada en Educación Básica con énfasis en Español y lenguas extranjeras de la Universidad Pedagógica. Con 10 años de experiencia en la enseñanza. Vinculada al Claustro en 2017. Prefiere pasar su tiempo libre en compañía de su hijo.

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Ciénaga, Magdalena (1985). Hija de Mábel Mercedes Gutiérrez Lozano y de Hipólito Alejandro Castellanos. Madre de una niña, Luciana. Bachiller del Colegio Camilo Torres de Santa Marta. Enfermera de la Escuela San Pedro Claver. Con siete años de experiencia. Vinculada al Claustro en 2015. Entre sus aficiones están ver televisión y leer.

Lecturas recomendadas

José Luis Martín Descalzo. (Madridejos, 1930 – Madrid, 1991).

Cuentan que un pequeño vecino de un gran taller de escultura, entró un día en el estudio del escultor y vio en él un gigantesco bloque de piedra.

Y que, dos meses después, al regresar, encontró en su lugar una preciosa estatua ecuestre. Y volviéndose al escultor, le preguntó: «¿Y cómo sabías tú que dentro de aquel bloque había un caballo?».

La frase del pequeño era bastante más que una «gracia» infantil.

Porque la verdad es que el caballo estaba, en realidad, ya dentro de aquel bloque. Y que la capacidad artística del escultor consistió precisamente en eso: en saber ver el caballo que había dentro, e irle quitando al bloque de piedra todo cuanto le sobraba. El escultor no trabajó añadiendo trozos de caballo al bloque de piedra, sino liberando a la piedra de todo lo que impedía mostrar el caballo ideal que tenía en su interior. El artista supo «ver» dentro, lo que nadie veía. Ese fue su arte.

Pienso todo esto al comprender que con la educación de los humanos pasa algo parecido. Han pensado ustedes alguna vez que la palabra «educar» viene del latín «edúcere», que quiere decir exactamente: sacar de dentro? ¿Han pensado que la verdadera genialidad del educador no consiste en «añadirle» al niño las cosas que le faltan, sino en descubrir lo que cada pequeño tiene ya dentro al nacer y saber sacarlo a la luz?

Me parece que muchos padres y educadores se equivocan cuando luchan para que sus hijos se parezcan a ellos o a su ideal educativo o humano. Padres que quieren que sus hijos se parezcan a Napoleón, a Alejandro Magno o al banquero que triunfó en la vida entre sus compañeros de curso. Pero es que su hijo no debe parecerse a Napoleón ni a nadie. Su hijo debe ser, ante todo, fiel a sí mismo. Lo que tiene que realizar no es lo que haya hecho el vecino, por estupendo que sea. Tiene que realizarse a sí mismo y realizarse al máximo. Tiene que sacar de dentro de su alma la persona que ya es, lo mismo que del bloque de piedra sale el caballo ideal que dentro había.

Ser hombre no es copiar nada de fuera. No es ir añadiendo virtudes que son magníficas, pero que tal vez son de otros.

Ser hombre es llevar a su límite todas las infinitas posibilidades que cada humano lleva ya dentro de sí. El educador no trabaja como el pintor, añadiendo colores o formas. Trabaja como el escultor, quitando todos los trozos informes del bloque de la vida y que impiden que el hombre muestre su alma entera tal y como ella es.

Y los muchachos tienen razón cuando se revelan contra quienes quieren imponerles modelos exteriores. Aunque no la tienen cuando se entregan no a lo mejor de sí mismos sino a su comodidad y a su pereza, que es precisamente el trozo de bloque que les impide mostrar lo mejor de sí mismos.

Un buen padre, un buen educador es el que sabe ver la escultura maravillosa que cada uno tiene, revestida tal vez por toneladas de vulgaridad. Quitar esa vulgaridad a martillazos – quizá muy dolorosos – es la verdadera obra del genio creador.

Helen Buckley. (Nueva York, E.E.U.U. 1918-2001). Adaptación libre del original escrito en verso.

Una vez un pequeño niño fue a la escuela. Él era en verdad un pequeño niño y aquella era una gran escuela.

Pero cuando el pequeño niño descubrió que podía llegar a su salón caminando derecho desde la puerta de entrada, se sentía feliz.

Una mañana, habiendo pasado un tiempo en la escuela, su Maestra le dijo: “Hoy vamos a dibujar”
“Qué bien “, pensó el pequeño. A él le encantaba dibujar. Podría pintar muchas cosas: leones y tigres, pollos y vacas, trenes y barcos. Así fue que sacó su cajita de crayolas y empezó a dibujar.
Pero la Maestra le dijo: “Espera, aún no es hora de comenzar”. Y ella esperó hasta que todos los demás estuviesen listos.
“Ahora, dijo la maestra, vamos a dibujar flores”.
“Qué bien”, pensó el pequeño. A él le gustaban las flores. Y comenzó a dibujar algunas con sus crayolas: rosada, naranja, azul.
Pero la Maestra le dijo: “espera hasta que yo te muestre cómo”. Esta era roja, con tallo verde. “Aquí está, dijo la Maestra, ahora puedes comenzar”
El pequeño miró la flor de la maestra, luego miró la suya: a él le gustaba su flor más que la de la Maestra, pero no dijo nada. Tan sólo volteó su hoja e hizo su flor similar a la de la Maestra: era roja con tallo verde.
Otro día, cuando el pequeño abría la puerta por sí solo. Desde afuera, la Maestra le dijo: “Hoy vamos a trabajar con greda”.
“Qué bien pensó el niño, me encanta la greda, se podrá hacer muchas cosas con greda: culebras y hombres de nieve, elefantes y camiones”. Comenzó él a hablar y pellizcar su bola de greda, pero la Maestra dijo:
“Espera, aún no es hora de comenzar”. Y ella esperó a que todos los demás estuvieran listos. “Ahora, dijo la Maestra, vamos a hacer un platico”.
“Qué bien, pensó el niño, me gusta hacer platicos”. Y comenzó a hacer algunos de todas las formas y tamaños.
Pero la Maestra dijo: “Espera, te mostraré cómo”, y enseñó a todos cómo hacer un hondo plato. Ahí está, dijo la Maestra. “Ahora, pueden comenzar”
El pequeño miró el plato de la Maestra y luego los suyos. Sus platos eran mejores que aquel de la Maestra, mas él no dijo nada. Tal solo amasó de nuevo su greda formando una gran bola e hizo el plato similar al de la Maestra. Este era un hondo plato.
Y muy pronto, el pequeño aprendió a esperar, y a mirar y a hacer las cosas como la Maestra. Y muy pronto, él no hizo cosas más nunca a su manera.
Entonces sucedió que el pequeño y su familia se mudaron de casa, en otra ciudad. Y el pequeño tuvo que ir a otra escuela. Esta escuela era aún más grande que la otra. Y no había puerta de afuera a su clase. Tenía que subir algunas escalas grandes y pasar por un corredor largo para llegar a su salón.
Y el primer día la Maestra le dijo: “Hoy vamos a hacer dibujos”
“Qué bien”, pensó el niño, y esperó hasta que la Maestra le dijese qué hacer. Pero ella no dijo nada: tan solo caminaba por el salón. Luego ella se acercó al pequeño y le dijo:
“¿No quieres dibujar?” “Claro que sí, dijo el niño, qué vamos a hacer?”
“No sé, hasta que lo dibujes” dijo la Maestra.
“¿Cómo lo haré?” pregunto el niño
“¿Por qué? ¡Como gustes! Respondió la maestra.
“Sí todos dibujan lo mismo y usan los mismos colores ¿Cómo sabré quién hizo qué y cuál es cuál?”
“No sé”, dijo el niño
Y comenzó a dibujar una flor roja con tallo verde.

Arnold Gesell (E.E.U.U. 1880-1961)

Recomendamos “El niño de 5 años” de Arnold Gesell como una importante lectura para padres de familia y profesores en la intención de recoger y proponer diversos argumentos para el mejor conocimiento de las características de cada edad.

El psicólogo Gesell es reconocido como uno de los más importantes especialistas en el estudio del desarrollo infantil, al que le dedicó toda su vida. Fundó para tal efecto la Yale Clinic of Child Development, institución que se conoce hoy como Gesell Institute of Child Development.

Los estudios comprendidos en la serie ‘El niño de…’ son resultado de más de 20 años de investigaciones y observaciones apoyadas en entrevistas, fotografías, videos y otras técnicas que permitieron la clasificación de actitudes, movimientos y comportamientos de los niños de diferentes edades, y que en la actualidad son considerados como una obra clásica y un punto de referencia obligado en el área del desarrollo humano.

Hay que tener en cuenta, por supuesto, las limitaciones implícitas en toda generalización, que el autor mismo no olvida señalar, por cuanto es indispensable dejar un margen amplio para las diferencias y las condiciones individuales, por un lado, y para las condiciones derivadas del desarrollo de cada género, por otro. De la misma manera conviene reconocer que la población infantil estudiada corresponde a un tiempo y un espacio determinados, en este caso a niños estadounidenses de la primera mitad del siglo XX. Es mejor, en consecuencia, abordar este tipo de lecturas bajo el presupuesto de que todas las niñas y los niños son únicos, irrepetibles y diferentes. Pero al mismo tiempo es importante reconocer sus características generales -que las hay- a la manera de un conjunto intersección que señala los rasgos comunes de madurez y comportamiento, bajo un esquema que presenta, en cada libro: características motrices, higiene personal, expresión emocional, temores y sueños, personalidad y sexo, relaciones interpersonales, juegos y pasatiempos, vida escolar, sentido ético e imagen del mundo.

Como un punto de referencia, válido entre otros, presentamos apartes del capítulo Perfil de conducta, para que sirva como aperitivo de futuras lecturas sobre temas del desarrollo humano tan pertinentes y urgentes para padres y maestros.
(Nota del Claustro)

Perfil de conducta (apartes)
El niño de cinco años ya ha recorrido un largo camino por el sinuoso y ascendente sendero del desarrollo. Deberá viajar aún quince años más para llegar a ser adulto, pero ha escalado ya la cuesta más escarpada y ha llegado a una meseta de suave pendiente. Si bien no es aún –de ninguna manera– un producto terminado, muestra ya indicios de hombre (o de la mujer) que ha de ser en el futuro. Sus capacidades, sus talentos, sus cualidades temperamentales y sus modos distintivos de afrontar las exigencias del desarrollo se han puesto ya de manifiesto en grado significativo. Lleva ya el sello de su individualidad.

Pero también corporiza en su joven persona rasgos generales y tendencias de conducta características de una etapa del desarrollo y de la cultura a la cual pertenece. Estos rasgos subyacentes que saturan su comportamiento constituyen la esencia de sus cinco años. Ellos constituyen los rasgos de madurez que le hacen algo diferente del niño de cuatro y del niño de seis años.

Cinco es una edad nodal y también una especie de edad de oro, tanto para los padres como para el niño. Durante un breve período, la corriente del desarrollo fluye con suavidad. El niño se contenta con organizar las experiencias recogidas –algo desperdigadamente– en su menos circunspecto cuarto año. El expansivo niño de cuatro años se salía constantemente de sí mismo para relacionarse con el ambiente, arremetiendo contra él de manera casi atolondrada. Por el contrario, el niño de cinco años es dueño de sí mismo, reservado, y su relación con el ambiente se plantea en términos amistosos y familiares. Ha aprendido mucho, ha madurado. Se dedica a consolidar sus ganancias antes de hacer incursiones más profundas en lo desconocido. Hacia los cinco años y medio, se hará evidente una nueva forma de desasosiego evolutivo.

Hasta entonces se produce un interludio durante el cual el niño se siente a sus anchas en su mundo. ¿Y qué es su mundo? Es un mundo de aquí y de ahora: el padre y la madre, especialmente la madre; su asiento en la mesa, a la hora de la comida; sus ropas, particularmente esa camiseta de la que se siente tan orgulloso; su triciclo; el patio de los fondos de la casa, la cocina, su cama, la farmacia y la tienda de la esquina (o el granero y el establo, si es lo suficientemente afortunado para vivir en el campo); la calle y quizá la gran sala del parvulario, llena de otros niños y con otra «señora buena». Mas si su universo tiene un centro, ese centro lo ocupa la madre (…).Su relación con el ambiente es muy personal. El niño no está aún maduro para el alejamiento conceptual y las emociones abstractas a que aspira la ética adulta. Posee un sentido relativamente fuerte de la posesión; con respecto a las cosas que le gustan, demuestra incluso un orgullo de posesión; mas siempre son referencia a lo suyo propio. No tiene una noción general de la propiedad. Tiene a ser realista, concreto y a hablar y pensar en primera persona, sin llegar a ser, empero, agresivo o combativo (…).Sin embargo, dentro de los limites de lo familiar y de una zona estrecha de lo desconocido, planteará preguntas propias: « ¿Para qué sirve?» « ¿De qué está hecho?» « ¿Cómo funciona?» « ¿Por qué viene el autobús por este camino?» ––son las preguntas favoritas (…). La autolimitación es casi tan fuerte como la autofirmación. En consecuencia, el niño pide ayuda a los adultos, cuando la necesita. Le agrada asumir pequeñas responsabilidades y privilegios a los que puede hacer plena justicia. Se le maneja mejor sobre esta base que desafiándole a realizar esfuerzos que escapan todavía a sus fuerzas. Si se le exige demasiado, puede reaccionar con pequeños arranques de resistencia o de sensibilidad; más rápidamente recupera su habitual porte equilibrado. Hay en él, a menudo, una vena de seriedad. Delibera mucho más que un niño de cuatro años. Piensa antes de hablar (…). Los niños de cinco años gustan de acomodarse a la cultura en la que viven. Su actividad espontánea tiene a realizar bajo un buen dominio de sí mismo. Buscan el apoyo y la guía de los adultos. Aceptan la ayuda de los adultos para salvar las transiciones que no les son familiares. Se muestran ansiosos por saber cómo hacer las cosas que están dentro de sus posibilidades. Les agrada ser instruidos, no tanto para gustar a sus mayores como para sentir las satisfacciones del logro personal y de la aceptación social. Les gusta practicar la conversación social de pedir permiso y de esperar un permiso formal. Los cinco años constituyen una edad de conformidad, comprendida en la pregunta: «¿Cómo se hace?»

Esta docilidad no significa, pese a todo, que el niño de cinco años -con todos sus rasgos atractivos- sea un individuo altamente social. Está sumergido harto profundamente en su mundo como para poder tener una percepción discriminada de sí mismo entre sus pares y entre sus superiores. Sus juegos colectivos se limitan, por lo general, a un grupo de tres y se organizan teniendo como preocupación principal los fines individuales, más que los fines colectivos. Niños y niñas se aceptan mutuamente con libertad, independientemente del sexo, aunque sin competencia jerárquica en cuando a quién ha de desempeñar el papel de la madre y quién el del bebé en el juego de la casa. Al no ser indebidamente agresivo y adquisitorio, el niño de cinco años tiende a establecer relaciones pacíficas con sus compañeros en los juegos colectivos sencillos.

(…)
Está sumergido tan por completo en el cosmos que no tiene conciencia de su propio pensamiento como proceso subjetivo separado del mundo objetivo. En su propia persona puede distinguir la mano derecha de la izquierda; pero carece de ese pequeño exceso de proyectividad que le permitiría distinguir la derecha de la izquierda en otra persona. Si bien es cierto que comienza a usar palabras fácilmente, se halla tan absorto por el cosmos que no puede suprimir su propio punto de vista para comprender ––por reciprocidad–– el punto de vista de los demás. Sin embargo, posee un sentido elemental de la vergüenza y de la desgracia. Busca el afecto y el aplauso. Le agrada escuchar que hace bien las cosas. Le gusta traer a casa algo hecho en la escuela.

El niño de cinco años es más pragmático que romántico. Construye sus definiciones en función del uso de la cosa definida: «Un caballo es para montar; un tenedor es para comer» (…). El niño de cinco años es un gran hablador. La volubilidad del cuarto año dio como resultado un vocabulario aumentado, quizá de unas dos mil palabras. Ha superado la mayor parte de su articulación infantil. Cuando relata una experiencia, emplea con mayor libertad las conjunciones. Puede referir un cuento. Puede exagerar, pero no es dado a la invención extraordinariamente imaginativa. Su juego dramático está lleno de un diálogo práctico y de una especie de monólogo colectivo. Usa las palabras para clarificar el mundo multitudinario en el que vive. Quizá sea el lenguaje ––más que cualquier otro campo de la conducta–– el campo en el que muestre una ligera tendencia a irse por las ramas, para salirse un poco de sus propios cauces. Ésta es una tendencia sana del crecimiento, pues las palabras le ayudarán a alejarse constructivamente de su madre y del ambiente que lo mantiene aún apresado.

En general, la vida emocional del niño de cinco años sugiere un buen ajuste consigo mismo y confianza en los demás. No carece de angustias y de temores, pero son por lo general temporales y concretos. El trueno y las sirenas despiertan a menudo su temor. La oscuridad y la soledad le provocan timidez. Muchos niños de cinco años tienen accesos de temor en los que creen que su madre los abandonará, o que no la encontrarán al despertar. Sus sueños pueden ser placenteros, pero son más a menudo presas de pesadillas, en las cuales animales terroríficos ocupan un lugar más prominente que las personas.

Sin embargo, teniendo en consideración todos estos aspectos, el niño de cinco años goza ––en sus horas de vigilia–– de un equilibrio excelente. Somáticamente, su salud es buena. Desde el punto de vista psicológico, se siente a sus anchas en el mundo, porque se siente cómodo consigo mismo. Algún choque puede hacerle perder el equilibrio, pero tiende a recuperarlo. De ordinario, no escapa por la tangente del berrinche o del ataque de nervios. Le resulta suficiente golpear brevemente con los pies en el suelo y afirmar: «No, no quiero». Aunque inclinado a trepar y a la actividad motriz gruesa, exhibe compostura en sus posiciones de pie y sedente. Sentado en una silla, no molesta ni se muestra inquieto. Se pone de pie con aplomo. A menudo, observamos gracia y habilidad inconscientes, tanto en la coordinación motriz gruesa como en la fina. Hay una acabada perfección y economía de movimientos, que sugiere, una vez más, que los cinco años son una edad nodal hacia la cual convergen los hilos del desarrollo para organizarse con miras a un nuevo adelanto.

En realidad, la naturaleza psicológica de esta edad resulta más evidente cuando nos detenemos en este límite nodal y echamos una mirada retrospectiva al camino evolutivo que ha recorrido el niño para llegar a su estado actual. Es un sendero tortuoso, espiralado. Hubo límites similares en el pasado; habrá otros en el futuro. Los cinco años se comparan con los tres y con las veintiocho semanas en cuanto a configuración general y cualidades. Los diez años se asemejarán a los cinco. Se trata de breves períodos durante los cuales ejercen su ascendencia las fuerzas asimiladoras, organizadoras, del crecimiento. Durante los períodos intermedios ––a los cuatro, seis y ocho años–– prevalecen los impulsos expansivos, fermentativos, progresivos del crecimiento.

Resulta innecesario decir que estas alternativas en la tónica del desarrollo no están claramente definidas. La evolución del crecimiento es como el espectro cromático: cada fase, cada color, se identifica mediante grados imperceptibles con el siguiente. Sin embargo, los siente colores del espectro son bien distinguibles. De la misma manera, los rasgos de madurez del niño de cinco años se diferencian de los rasgos de madurez del niño de seis años.

Los subrayados son nuestros
(Tomado de Gesell, Arnold. El niño de 5 a 6 años. Paidós / Guías para padres. Barcelona, 2000 y publicado con autorización expresa de Paidós-Gestión de derechos de septiembre 9 de 2008).

Arnold Gesell (E.E.U.U. 1880-1961)

Recomendamos “El niño de 6 años” de Arnold Gesell como una importante lectura para padres de familia y profesores en la intención de recoger y proponer diversos argumentos para el mejor conocimiento de las características de cada edad.

El psicólogo Gesell es reconocido como uno de los más importantes especialistas en el estudio del desarrollo infantil, al que le dedicó toda su vida. Fundó para tal efecto la Yale Clinic of Child Development, institución que se conoce hoy como Gesell Institute of Child Development.

Los estudios comprendidos en la serie ‘El niño de…’ son resultado de más de 20 años de investigaciones y observaciones apoyadas en entrevistas, fotografías, videos y otras técnicas que permitieron la clasificación de actitudes, movimientos y comportamientos de los niños de diferentes edades, y que en la actualidad son considerados como una obra clásica y un punto de referencia obligado en el área del desarrollo humano.

Hay que tener en cuenta, por supuesto, las limitaciones implícitas en toda generalización, que el autor mismo no olvida señalar, por cuanto es indispensable dejar un margen amplio para las diferencias y las condiciones individuales, por un lado, y para las condiciones derivadas del desarrollo de cada género, por otro. De la misma manera conviene reconocer que la población infantil estudiada corresponde a un tiempo y un espacio determinados, en este caso a niños estadounidenses de la primera mitad del siglo XX. Es mejor, en consecuencia, abordar este tipo de lecturas bajo el presupuesto de que todas las niñas y los niños son únicos, irrepetibles y diferentes. Pero al mismo tiempo es importante reconocer sus características generales -que las hay- a la manera de un conjunto intersección que señala los rasgos comunes de madurez y comportamiento, bajo un esquema que presenta, en cada libro: características motrices, higiene personal, expresión emocional, temores y sueños, personalidad y sexo, relaciones interpersonales, juegos y pasatiempos, vida escolar, sentido ético e imagen del mundo.

Como un punto de referencia, válido entre otros, presentamos apartes del capítulo Perfil de conducta, para que sirva como aperitivo de futuras lecturas sobre temas del desarrollo humano tan pertinentes y urgentes para padres y maestros.

Perfil de conducta (apartes)
« ¡Este niño ha cambiado!» Más de una madre a proferido, pesarosa, esta exclamación cuando su hijo comenzaba a perder las características angelicales de los cinco años. « ¡Este niño ha cambiado, y no sé qué le ha entrado!»

Hay cierta perplejidad respeto a este cambio. A los cinco años era un niño tan bien organizado, cómodo consigo mismo y con el mundo. Pero ya a los cinco y media comenzaba a ser impetuoso y combativo en algunos modos de conducta, como si hubiera declarado la guerra a sí mismo y al mundo. En otros momentos se mostraba vacilante, perezoso, indeciso, y luego, una vez más, sobre exigente y explosivo, con arranques extrañamente contradictorios de afecto y de antagonismo. En otros momentos, claro está, se mostraba perfectamente delicioso y sociable. «Pero yo no puedo entenderlo. ¿Qué le ha entrado?» ¡Quizá nada más y nada menos que los seis años!

El sexto año de vida (aproximadamente) trae consigo cambios fundamentales, somáticos psicológicos. Es una edad de transición. Están desapareciendo los dientes de leche, aparecen los primeros molares permanentes. Incluso la química del cuerpo del niño sufre cambios sutiles que se reflejan en un aumento de la susceptibilidad a las enfermedades infecciosas. La otitis media alcanza su apogeo; con frecuencia surgen dificultades de nariz y garganta. A los seis años, el niño no es tan robusto ni tan sano como a los cinco. Se producen otros cambios evolutivos de importancia, que afectan a los mecanismos de la visión y a todo el sistema neuromotor.

Estos cambios se manifiestan en nuevos -y, a veces, sorprendentes- rasgos psicológicos; rasgos que comienzan a hacer su aparición a los cinco años y medio, como se señalará al enumerar los rasgos de madurez. El niño de seis demuestra que no es sólo un niño de cinco, mejor y más grande. Es diferente, porque es un niño que cambia. Está atravesando una etapa de transición, similar a la paradójica etapa de los dos años y medio. Tiene también mucho de la fluidez y rectitud de los cuatro años (…). En la descripción de estos rasgos destacaremos aquellos que distinguen a un niño de seis de uno de cinco. El lector comprenderá que los rasgos psicológicos no descienden sobre el niño en repentina acometida. Los colores del espectro evolutivo se esfuman unos en otros pasando por gradaciones imperceptibles. Ahora bien, para pintar un retrato de madurez, vívido y utilizable, mojaremos en pincel allí donde el pigmento sea más fuerte. Con esta demanda de excusas trataremos ahora de hacerle justicia evolutiva al niño de seis años, recordando que tal justicia tiende a salvar el abismo entre ángeles y demonios.

El sistema de acción del niño está sufriendo ahora cambios de crecimiento comparables, en su medida, a la erupción de los molares del sexto año. Surgen nuevas propensiones; nuevos impulsos, nuevos sentimientos, nuevas acciones, acuden literalmente a la superficie debido a profundos desarrollos del sistema nervioso subyacente. Estos múltiples cambios se remontan quizás a incrementos psicológicos lentamente desarrollados a través de millares de años, en la remota prehistoria de la humanidad. En el individuo, la esencia de los incrementos raciales se apiña en el breve espacio de meses y años. El niño de cinco años ha incorporado ya una parte fundamental de la herencia racial. El de seis está abriéndose paso en una zona ulterior. ¡Esto es «lo que ha dado»!

La herencia psicológica, sin embargo, no viene envuelta en porciones bien definidas. Se presenta en forma de tendencias de conducta y de fuerzas dinámicas que deben conciliarse y organizarse dentro de un sistema de acción total. Lleva tiempo organizar y equilibrar tendencias conflictivas, tales como las que brotan en el sexto año de vida. Algunos conflictos son el acompañamiento normal del progreso evolutivo, de modo que podemos adoptar una visión constructiva y optimista de las dificultades evolutivas que encuentra el niño de seis años.
A esa edad, el niño tiende a los extremos: bajo tensiones ligeras, cuando quiera tratar de utilizar sus poderes más recientemente adquiridos. Como organismo que crece activamente, está penetrando en nuevos campos de acción. Las nuevas posibilidades de conducta parecen presentarse por partes. El niño se encuentra, a menudo, bajo la compulsión de manifestar primero uno de los extremos de dos conductas alternativas, y luego, muy poco después, el extremo exactamente opuesto. Los diametralmente opuestos ejercen sobre el niño igual atracción, porque ambas propensiones han llegado a la escena hace muy poco tiempo y él carece aún de experiencia en su manejo y en su significado. Le resulta difícil elegir entre dos opuestos que compiten con tal paridad de fuerzas.

Lejos de su casa, le puede resultar abrumadora una pregunta tan sencilla como: «¿Tomarás helado de chocolate o de vainilla?». Elección difícil, y decisión que no será definitiva ni siquiera después de haber sido adoptada, pues un niño inmaduro no puede eliminar fácilmente la alternativa opuesta: no renunciará por completo a la vainilla después de haber elegido el chocolate. Decisiones que eran fáciles o sumarias a los cinco años se ven ahora complicadas por nuevos factores emocionales, pues el niño está creciendo. La complicación significa incremento de madurez. La incapacidad de decidir significa inmadurez, si nos permitimos una distinción paradójica entre madurez e inmadurez (…). Por cierto que es tan inexperto en el manejo de relaciones humanas complejas como lo fue en otra época en llevarse la cuchara a la boca. Con frecuencia, yerra en blanco. Obsérvesele en sus relaciones sociales con su hermanita: puede ser muy bueno con ella y, también, muy malo, ambas cosas en la misma tarde o en el transcurso de media hora. Puede ser erróneo atribuir su maldad a simple perversidad, e incluso a los celos. Nos hallamos aquí frente a una dinámica general de la conducta, que implica vacilación y falta de integración. Las inconsecuencias de la conducta de los seis años, su tendencia a salir y entrar como una exhalación, su tendencia a cerrar las puertas con golpes, sus agresiones verbales, sus intensas concentraciones, sus abruptas terminaciones, sus ataques explosivos frente a ciertas situaciones, están cortados por el mismo patrón. Una característica sobresaliente de los seis años es su escasa capacidad de modulación. Pero no necesitamos desesperar: esa capacidad mejorará con la ayuda de la cultura y del tiempo.

Su dificultad para distinguir entre posibilidades opuestas no se limita a situaciones de naturaleza emocional o ética. En sus primeros esfuerzos por copiar las letras del alfabeto, el niño se muestra propenso a invertirlas. La B mira hacia atrás. Su tendencia a las inversiones puede relacionarse con su inclinación hacia la simetría en espejo. Le gustan los pares: 2 y 2 son 4 es más fácil que 2 y 1 son 3. El niño puede jugar con un compañero más fácilmente que con dos. En un juego abunda el sentido de la reciprocidad, de «esto por aquello»: yo te doy un regalo, tú me das un regalo. Tú me empujas, yo te empujo.
La vida está cargada de posibilidades dobles para todos nosotros, incluso después de que hayamos crecido. En nuestra compleja cultura, el niño de seis años se encuentra en una fase del desarrollo en la cual estas alternativas le acosan de forma abrumadora. Se le presenta un dilema cuando debe mediar entre opuestos. Cuando hace algo equivocado, la llaman malo, sin embargo no sirve de nada preguntarle porque ha sido malo: el niño no ha hecho aún una distinción clara entre bueno y malo. No tiene dominio de sus impulsos motores ni de sus relaciones sociales. A los cinco años, las percepciones y las capacidades mantenían mejor equilibrio. A los seis años, el niño percibe muchas más cosas de las que en realidad puede manejar. Sus diferenciaciones son a menudo excesivas (va a los extremos), o bien suficientes. Siempre quiere ganar. En el patio de juegos, esto le hace peleador y acusador. Con todo, lo que mas ansía es cariño. Para navidad, quiere muchos regalos, pero no sabe exactamente que tipo de regalos (…). De aquí se deduce que una fiesta de cumpleaños limitada a niños de seis años no es un modelo de decoro. Aún bajo supervisión adulta y con un plan bien detallado, la reunión tiende a convertirse en una caleidoscópica mescolanza de actividades de alta presión: breves amabilidades a medida que llegan los invitados, ardiente manotear de regalos, excitado intercambio de agasajos en el que cada uno espera el primer premio, bullentes amenazas, contiendas y alboroto, con interludios de silencio provocados por los helados. No hay otra edad en la cual los niños muestren tan insistente interés por las fiestas; ni hay, quizás, otra edad en la cual sean menos competentes para producir una fiesta que se avenga a los ideales adultos del decoro. Es característico de los seis años que su afán no sea conmensurable con su capacidad, especialmente cuando el niño se halla sometido a un esfuerzo social. Un observador filosófico advertirá signos de conducta constructiva, de adaptación, incluso en las confusiones y difusiones de una fiesta muy animada. Un padre prudente limitara de antemano la complejidad de la fiesta.

Una maestra de escuela primaria apreciará en tal fiesta un despliegue de las mismas copiosas energías con las que ella debe habérselas diariamente en su trabajo de orientar a un grupo de alumnos de primer grado. El aula representa la herramienta y la técnica mediante las cuales nuestra cultura trata de encausar esas frondosas energías. Afortunados aquellos niños confiados a una maestra capaz de interpretar sus ebulliciones como síntomas de un proceso de crecimiento necesitado de hábil dirección. Tal maestra crea en su aula una alegre atmósfera de tolerancia y seguridad que resulta hospitalaria para cierta cualidad gramática del niño de seis años.

¿Qué queremos decir con cualidad gramática? No una ficción artificial, teatral, sino una tendencia natural a expresar y a organizar la nueva experiencia mediante reacciones musculares francas. El cuerpo joven de un niño sano de seis años es flexible, sensible, atento. El niño reacciona con todo su sistema de acción. No solo sonríe -se podría decir que baila de alegría- llora copiosamente cuando se siente desgraciado; patalea y se sacude sin pesar. Incluso mientras duerme, todo su organismo toma parte de sus sueños. De ahí el trágico despertar de sus pesadillas, que alcanza su apogeo a la edad de seis años. Durante la vigilia diurna, ensaya y desecha estados de ánimo con facilidad. Utiliza posturas corporales, gestos y palabras para expresar emociones e ideas que están tomando formas dentro de él.

Debemos recordar que el niño de seis años no trata de simplemente de perfeccionar habilidades que ya poseía a los cinco años. La naturaleza agrega una medida a su estatura psicológica. El niño se adentra en dominios completamente extraños de la experiencia; usa sus músculos, grandes y pequeños, para explorar nuevos caminos.

La autoactivación dramática es, al mismo tiempo, un método de crecimiento y aprendizaje. Es un mecanismo natural mediante el cual el niño organiza sus sentimientos y pensamientos. Pero la tarea es demasiado grande para él solo. La escuela es el instrumento cultural que debe ayudarle a ensanchar y refinar sus autoproyecciones dramáticas. Instintivamente, el niño se identifica con todo lo que suceda a su alrededor, hasta con las figuras y las letras de su libro y con los números de la pizarra. Tal como para aprender a conocer las propiedades de una pieza de un juego de construcción debe recogerlo, tenerlo en la mano y manejarlo, de igual manera debe proyectar sus actitudes motrices y mentales sobre las situaciones vitales. Las emociones no son fuerzas amorfas, son experiencias estructurales. La función de la escuela es proporcionar experiencias personales y culturales que organicen, simultáneamente, las emociones crecientes y las imágenes intelectuales con ellas asociadas (…). Para el niño no aventajado, una escuela bien dirigida es el refugio ideal. Para el niño que comienza a asistir a la escuela, la maestra comprensiva se convierte en una especie de madre auxiliar en la cual el niño fija su afecto. La maestra no desplaza a la madre, ni aspira a convertirse en su sustituta, pero refuerza el sentimiento de seguridad del niño en el mundo extraño que se extiende más allá de su casa. El niño extrae nueva confianza de este mundo de la bienvenida y de la seguridad que diariamente le brinda la maestra, de la pura satisfacción que significa la ampliación de su experiencia y de la protección que significa un ambiente parcialmente normalizado (…). Es fácil olvidar que este joven descubridor debe adaptarse a dos mundos: el mundo de su casa y el mundo de su escuela. La escuela ofrece ciertas simplificaciones y controles colectivos de lo que carece la casa. El anclaje emocional del niño permanece en la casa, pero en la escuela debe adquirir un conjunto modificado de amarras emocionales. Las dos orientaciones no son intercambiables y tampoco son miscibles. Inexperto como es en modulaciones emocionales, el niño de primer grado no siempre puede desplazarse con facilidad dentro de ambos mundos. Una visita extemporánea de su madre a la escuela, una misteriosa conversación entre la madre y su aterradora nueva maestra, pueden producir alguna confusión de imágenes y de actitudes. A menudo resulta ya suficientemente difícil hacer la transición cuando ambos mundos están físicamente separados. Por la mañana, el niño puede tener dificultades para separarse de su madre; quizás sufra bromas durante el viaje a la escuela, pues el principiante de seis años es una víctima fácil de los sustos y las burlas de los veteranos de ocho, nueve y diez años (…). Padres, maestros y administradores de escuela quizá no tengan conciencia del complejo de factores inherentes y ambientales que pueden minar la moral del niño que ingresa en la escuela. Algunas veces, la transición es tan desatinada que produce síntomas gastrointestinales y severas reacciones emocionales. Aquí es donde cuentan las diferencias individuales: los que más sufren son los niños sensibles e inmaduros. Las dificultades de adaptación se exacerban si la maestra posee una personalidad triste, disciplinaria, si los métodos de instrucción son desmedidamente rígidos y conceden importancia excesiva a la eficiencia académica, a las cualidades competitivas y a las calificaciones. En algunos de estos casos las tensiones del ingreso en la escuela significan un lastre tan anormal para el niño, que su salud mental paga un enorme tributo. El ingreso en la escuela no es una tradición sencilla y debería estar atemperado por disposiciones sensibles en cuanto a asistencia y programa.

Muchas tensiones, sin embargo, son normales, innatas al progreso mismo del desarrollo del niño. Por paradójico que pueda parecer, la bipolaridad de los seis años hace de ésta una edad favorable para lograr transiciones psicológicas. La sociedad ha sancionado los años sexto y séptimo de la vida para una significativa incorporación a los estratos superiores de la cultura. La incorporación no puede postergarse indefinidamente, porque el niño debe trascender las limitaciones de la casa y también los estratos primitivos de su propia dotación psicológica. La especie evoluciona: el niño crece.

Ya hemos mencionado ciertas características primitivas observables en los rasgos de madurez del niño de seis años. Estos rasgos caracterizan vagamente al niño como impulsivo, poco diferenciado, voluble, dogmático, compulsivo, excitable. Sus dibujos espontáneos son crudos, más realistas, y su representación de la acción, del cielo y la tierra y del diseño ornamental recuerdan en ocasiones las manifestaciones gráficas del hombre primitivo. Le gusta dibujar una casa con un árbol al lado. Animales salvajes, oscuridad, trueno, rayo, fuego, figuran entre los temores y los sueños del niño de seis años. Tanto niños como niñas se siente ingenuamente orgullosos de perder sus dientes y muestran una fe fácil en hadas o enanos dentales, en duendes y en otros agentes sobrenaturales (…). Encuentra que en una escuela democrática no puede ir demasiado lejos en la pura autoexpresión. Debe tener consideración hacia los demás. Es divertido hacer reír a los demás y quizá dirigirlos, pero también es divertido ver de que son capaces los otros. Y todo el mundo comete errores, incluso el mismo. De manera que, lentamente, el niño construye esa capacidad social para percibirla proporción y la desproporción que constituye la esencia del sentido común y que es, también, parte del salvador sentido del humor.

(Tomado de Gesell, Arnold. El niño de 5 a 6 años. Paidós / Guías para padres. Barcelona, 2000 y publicado con autorización expresa de Paidós-Gestión de derechos de septiembre 9 de 2008).

Arnold Gesell (E.E.U.U. 1880-1961)

Recomendamos “El niño de 7 años” de Arnold Gesell como una importante lectura para padres de familia y profesores en la intención de recoger y proponer diversos argumentos para el mejor conocimiento de las características de cada edad.

El psicólogo Gesell es reconocido como uno de los más importantes especialistas en el estudio del desarrollo infantil, al que le dedicó toda su vida. Fundó para tal efecto la Yale Clinic of Child Development, institución que se conoce hoy como Gesell Institute of Child Development.

Los estudios comprendidos en la serie ‘El niño de…’ son resultado de más de 20 años de investigaciones y observaciones apoyadas en entrevistas, fotografías, videos y otras técnicas que permitieron la clasificación de actitudes, movimientos y comportamientos de los niños de diferentes edades, y que en la actualidad son considerados como una obra clásica y un punto de referencia obligado en el área del desarrollo humano.
Hay que tener en cuenta, por supuesto, las limitaciones implícitas en toda generalización, que el autor mismo no olvida señalar, por cuanto es indispensable dejar un margen amplio para las diferencias y las condiciones individuales, por un lado, y para las condiciones derivadas del desarrollo de cada género, por otro. De la misma manera conviene reconocer que la población infantil estudiada corresponde a un tiempo y un espacio determinados, en este caso a niños estadounidenses de la primera mitad del siglo XX. Es mejor, en consecuencia, abordar este tipo de lecturas bajo el presupuesto de que todas las niñas y los niños son únicos, irrepetibles y diferentes. Pero al mismo tiempo es importante reconocer sus características generales -que las hay- a la manera de un conjunto intersección que señala los rasgos comunes de madurez y comportamiento, bajo un esquema que presenta, en cada libro: características motrices, higiene personal, expresión emocional, temores y sueños, personalidad y sexo, relaciones interpersonales, juegos y pasatiempos, vida escolar, sentido ético e imagen del mundo.
Como un punto de referencia, válido entre otros, presentamos apartes del capítulo Perfil de madurez, para que sirva como aperitivo de futuras lecturas sobre temas del desarrollo humano tan pertinentes y urgentes para padres y maestros.
(Nota del Claustro)

Perfil de conducta

A los siete años se produce una etapa de aquietamiento. Los seis años tendían a producir reacciones impetuosas y explosiones de actividad. El niño de siete años atraviesa prolongados períodos de calma y de concentración, durante los cuales elabora interiormente sus impresiones, abstraído del mundo exterior. Es una edad de asimilación, una época en que sedimenta la experiencia acumulada y se relacionan las experiencias nuevas con las antiguas.
De acuerdo con esto, el niño de siete años es un buen oyente. Le gusta que le lean; le gusta escuchar un cuento dos y tres veces. Imaginadlo acurrucado en un sillón o estirado en el suelo, escuchando interminablemente la radio. Imaginad su respuesta a una intervención brusca: le disgusta todo aquello que venga a interferir con sus meditaciones; le desasosiega no poder llegar a alguna conclusión. Todo ello significa que ha alcanzado ya un nivel superior de madurez.
(…)
Los siete años son una edad agradable, a condición de que se respeten los sentimientos del niño. Sus sentimientos necesitan una nueva y sutil consideración, porque es propenso a sumirse en estados contemplativos durante los cuales ordena sus impresiones subjetivas. Esta tendencia de mediación es un mecanismo psicológico mediante el cual absorbe, revive y reorganiza sus experiencias.
Como adultos, difícilmente advertimos cuánto tiene aún por aprender un niño de siete años –no en conocimientos de hechos, sino en comprensión del significado de las múltiples situaciones vitales que inciden sobre él en casa y en la escuela-. Estos significados son, en esencia, sentimientos. No surgen en modos definidos; deben ser <elaborados> y practicados mediante la actividad mental. Tal como el bebé de cuarenta semanas llega a dominar dos cubos moviéndolos, golpeándolos y combinándolos, de la misma manera el niño de siete años maneja, mediante el ejercicio de su fantasía reflexiva, sus materiales psicológicos recién descubiertos. Se trata de un proceso de crecimiento. Mediante él, aprende a modular los significados de cosas y personas. Mediante él, supera la primitiva impulsividad de la madurez de los seis años y hace nuevos adelantos en el seno de la intrincada cultura que continuamente se le impone. Nunca debe olvidarse cuán vasta es esta cultura y cuán ignorante de su estructura es la mente del niño de siete años. Éste necesita sus momentos de reflexión tanto como sus momentos de acción. El niño realiza sus adaptaciones tanto mediante su vida interior, como mediante su comportamiento externo.
Esta vida interior es el aspecto oculto y sutil que requiere de nosotros cierta deferencia. No podemos hacer justicia a la psicología del niño de siete años, a menos que reconozcamos la importancia de su actividad mental privada.
Ello explica sus ocasionales períodos de cavilación, sus ocasionales descuidos, los períodos secundarios de tristeza y de lamentación, el ceño fruncido, el refunfuñar, la timidez y una cierta melancolía no del todo desprovista de encanto.
El niño toma más de lo que da. Dentro de un año, será relativamente expansivo y se proyectará sobre el ambiente. En la actualidad, piensa y repiensa las cosas en función de la repercusión de éstas en su propia personalidad. Su actividad mental es mucho más intensa y activa de los que pudiera parecer superficialmente. Estará sumido en un estado de embelesamiento: de pronto le iluminará la llama de la visión y correrá a clamar o propagar la idea revelada. Tiene buenas intuiciones y se atiene a ellas.
(…)
Aunque dado ala concentración, el niño de siete años no es un aislacionista. No sólo está adquiriendo una conciencia de sí mismo, sino también de los demás. Su sensibilidad frente a las actitudes de los demás aumenta constantemente. Comienza a ver a su madre desde otro punto de vista. Conquista cierto grado de separación respecto de ella, desarrollando adhesiones a otras personas. Con frecuencia, ansía tener un hermanito o hermanita. Revela un nuevo interés por su padre y por los compañeros de juegos mayores que él. Y, por lo general, se encariña mucho con su maestro. En su casa, en el patio de juegos y en el aula escolar podemos observar cómo se profundizan sus relaciones personal-sociales.
En la escuela es en donde resulta más transparente esta susceptibilidad a la actividad social. Una alegría pura, sin mezcla, le inunda cuando la maestra le sonríe. Le gusta estar cerca de ella, tocarla y hablarle. Habla con el fin de establecer una relación personal y poner en juego sus capacidades. Al comenzar una tarea, pregunta: “¿Comienzo ahora?”, como sino pudiera hacerlo sin confirmación verbal. Cuando sea mayor, será más dueño de sí mismo, más independiente, al menos en las tareas sociales más sencillas.
(…)
En términos de desarrollo, es completamente natural que a los siete años el niño sea dócil en algunas ocasiones e imperioso en otras. En realidad, su organización no es tan estable como para poder funcionar a un solo nivel sostenido. Existe una considerable variabilidad de un día a otro e incluso dentro del mismo día. Los cambios de ánimo vas desde el niño dulce y bueno hasta el malhumorado y lloroso.
Su independencia, no es lo suficientemente robusta para permitirle juegos que requieran su alto grado de cooperación. La organización de su juego colectivo es poco coherente y predomina aún los fines individuales (…). No es buen perdedor: si una situación de juego se vuelve demasiado compleja y las cosas no marchan a su manera, el niño de siete años corre a su casa con una declaración más o menos justa -<abandono>- seguida de murmullos calumniosos de “tramposos”, “malvados” e “injustos”. Sintámonos debidamente complacidos ante esta rectitud en germen. Es evidente que le niño de siete años está desarrollando un sentido ético. Comienza a discriminar entre lo bueno y lo malo en otros niños e incluso en sí mismo. Comienza a tener actitudes de sus compañeros de juegos, así como de sus actos: “¡No quiero que los chicos me hagan burla!”. Se avergüenza si lo ven llorar. Su llanto es menos infantil que a los seis años; proviene del interior: a menudo, de su sensibilidad herida. Sin embargo, aprende a recobrar la calma y dejar de llorar. Tiende a ser más cortés, a comportarse mejor cuando no está en casa, lo que también representa una consideración hacia la buena opinión de los demás.
Los ataques de cólera están en vía de desaparición. En lugar de ello, el niño se retira de la escena refugiándose en accesos de malhumor, o haciendo un apresurado mutis acompañado de un portazo. Aun en estos estados e ánimo, puede haber conflictos –conflictos que no carecen de importancia ética-. Inventar coartadas o acusar a los demás son rasgos comunes.
(…).
Se sentido de la propiedad es analógicamente inmaduro. Se apropiará de lápices, de gomas de borrar o del diapasón de la maestra de música, con una indiferencia que sería sorprendente sí no comprendiéramos la complejidad de la honestidad ética. Es demasiado temprano para calificar de robo sus limitaciones. Si el niño no comprende que el diapasón pertenece a alguna otra persona, se debe a que se encuentra demasiado absorto en la satisfacción de tenerlo para sí mismo. Dentro de un año, probablemente sea capaz de proyectar es sentimiento de satisfacción sobre el verdadero propietario. Y luego hará una distinción culturalmente adecuada entre tuyo y mío.
(…)
El de siete años proyecta tanto en términos de de sentimientos como de acción. Comienza asentir la importancia de las acciones, no solo para sí, también para los demás. Tiene algunas preocupaciones sintomáticas. Su tarea evolutiva consiste en adaptar sus reacciones emocionales a las sanciones culturales conservando, al mismo tiempo, su propia identidad. Debe captar la vida emocionalmente como intelectualmente. Su inteligencia de crecimiento se manifiesta por medio de la percepción de la naturaleza interior de las cosas; su sabiduría en crecimiento, a través del sentido que adquiere del significado de sus actos.
A los siete años, apreciamos nuevos indicios de capacidad crítica y de razonamiento. El niño de siete años es más reflexivo; se toma tiempo para pensar; le interesan las conclusiones y los desarrollos lógicos. Se puede razonar con él, incluso en situaciones éticas, cargadas de emoción. Utiliza el lenguaje con mayor libertad y adaptación, no sólo para establecer relaciones, sino también para hacer comentarios circunstanciales sobre todo aquello que tiene entre manos. A menudo, estos comentarios son autocríticos.
(…)
Hace entonces su aparición la goma de borrar. Una y otra vez destruye con la goma los valientes trazos de su lápiz casi podríamos llamar a los siete años “la edad de la goma de borrar”. Algunas veces, el niño murmura expresiones de menosprecio hacía sí mismo a medida que borra y sopla sobre su trabajo, pero no por ello deja de luchar por lograr mejores resultados. Que el menosprecio está teñido de un toque de tristeza concuerda con el carácter del niño de siete años.

Parte integrante de esta madurez es la perseverancia, la tendencia a continuar y a repetir la conducta que brinda satisfacciones (…). Persevera en los juegos activos como en los reposados. Una vez que se ha lanzado a una persecución o una lucha, tiende a hacerlas más y más salvajes, hasta que el juego pierde este carácter. Se inclina a saturarse de las cosas, no a cambiarlas. En los juegos de naipes, quiere seguir jugando hasta ganar.
En virtud de todo ello, resulta claro que el niño de siete años ha progresado hasta llegar mucho más allá de las tendencias impulsivas y episódicas de la madurez de los seis años. Aunque centrado en sí mismo, está menos absorto en sí mismo. Su pensamiento es más social, más prolongado, más seriado, más concluyente. También es más curioso, incluso cuando se concentra en sí mismo para elaborar sus experiencias y comprender su significado. Su ligazón con el “aquí y ahora” es menos estrecha. Su vida mental comienza abarcar la comunidad y también el cosmos. Tiene una noción más inteligente del Sol, de la Luna, de las nubes, del calor, del fuego y de la corteza terrestre. La tierra y el cielo se unen. A los seis años, el niño reproducía el cielo con una mancha azul; ahora, sus dibujos llenan el vacío, la Tierra y el cielo se unen para formar un horizonte. Las personas que habitan la Tierra adquieren un significado más sociológico: el agente de policía, el almacenero, el bombero. El niño de siete años siente un interés en continuo aumento por la comunidad (…).
Al esbozar un retrato sintético del niño de siete años, es necesario destacar una vez más las tensiones internas que constituyen la clave de su psicología. Se encuentran fundamentalmente en una etapa de asimilación, en la cual desarrollan un equilibrio activo entre sus inclinaciones interiores y las exigencias de la cultura. Aporta ala tarea un fondo de inteligencia natural, sin embargo la tarea no le compete solamente a él. Hay demasiados valores artificiales y conflictivos en la cultura. El niño necesita, sobretodo, una orientación selectiva que haga justicia a las sutilezas de su cavilosa vida interior. Es demasiado fácil comprenderle mal. Es muy fácil obligarle a hacer cosas.
No obstante, el niño hace más concesiones que nosotros. Es susceptible al elogio, es sensible a la desaprobación, hasta llegar a las lágrimas. Las represiones y el castigo físico son demasiado groseros para el delicado tejido de su personalidad. Su sentido ético es inmaduro sólo por que es tan reciente. Pero en sus mecanismos y en sus primeros modos, este sentido ético deja entre ver una sensibilidad que el niño volverá a experimentar en los años de adolescencia.

(Tomado de Gesell, Arnold. El niño de 5 a 6 años. Paidós / Guías para padres. Barcelona, 2000 y publicado con autorización expresa de Paidós-Gestión de derechos de septiembre 9 de 2008).

Escrito por Naciones Unidas.

Estos derechos serán reconocidos a todos los niños sin excepción alguna ni distinción o discriminación por motivos de raza, color, sexo, idioma, religión, opiniones políticas o de otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento u otra condición, ya sea del propio niño o de su familia.

Principio 1. El niño disfrutará de todos los derechos enunciados en esta Declaración.

Principio 2. El niño gozará de una protección especial y dispondrá de oportunidades y servicios, dispensado todo ello por la ley y por otros medios, para que pueda desarrollarse física, mental, moral, espiritual y socialmente en forma saludable y normal, así como en condiciones de libertad y dignidad. Al promulgar leyes con este fin, la consideración fundamental a que se atenderá será el interés superior del niño.

Principio 3. El niño tiene derecho desde su nacimiento a un nombre y a una nacionalidad.

Principio 4. El niño debe gozar de los beneficios de la seguridad social. Tendrá derecho a crecer y desarrollarse en buena salud; con este fin deberán proporcionarse, tanto a él como a su madre, cuidados especiales, incluso atención prenatal y postnatal. El niño tendrá derecho a disfrutar de alimentación, vivienda, recreo y servicios médicos adecuados.

Principio 5. El niño física o mentalmente impedido o que sufra algún impedimento social debe recibir el tratamiento, la educación y el cuidado especiales que requiere su caso particular.

Principio 6. El niño, para el pleno y armonioso desarrollo de su personalidad, necesita amor y comprensión. Siempre que sea posible, deberá crecer al amparo y bajo la responsabilidad de sus padres y, en todo caso, en un ambiente de afecto y de seguridad moral y material; salvo circunstancias excepcionales, no deberá separarse al niño de corta edad de su madre.

La sociedad y las autoridades públicas tendrán la obligación de cuidar especialmente a los niños sin familia o que carezcan de medios adecuados de subsistencia. Para el mantenimiento de los hijos de familias numerosas conviene conceder subsidios estatales o de otra índole.

Principio 7. El niño tiene derecho a recibir educación, que será gratuita y obligatoria por lo menos en las etapas elementales. Se le dará una educación que favorezca su cultura general y le permita, en condiciones de igualdad de oportunidades, desarrollar sus aptitudes y su juicio individual, su sentido de responsabilidad moral y social, y llegar a ser un miembro útil de la sociedad.

El interés superior del niño debe ser el principio rector de quienes tienen la responsabilidad de su educación y orientación; dicha responsabilidad incumbe, en primer término, a sus padres. El niño debe disfrutar plenamente de juegos y recreaciones, los cuales deben estar orientados hacia los fines perseguidos por la educación; la sociedad y las autoridades públicas se esforzarán por promover el goce de este derecho.

Principio 8. El niño debe, en todas las circunstancias, figurar entre los primeros que reciban protección y socorro.

Principio 9. El niño debe ser protegido contra toda forma de abandono, crueldad y explotación. No será objeto de ningún tipo de trata. No deberá permitirse al niño trabajar antes de una edad mínima adecuada; en ningún caso se le dedicará ni se le permitirá que se dedique a ocupación o empleo alguno que pueda perjudicar su salud o su educación o impedir su desarrollo físico, mental o moral.

Principio 10. El niño debe ser protegido contra las práticas que puedan fomentar la discriminación racial, religiosa o de cualquier otra índole. Debe ser educado en un espíritu de comprensión, tolerancia, amistad entre los pueblos, paz y fraternidad universal, y con plena conciencia de que debe consagrar sus energías y aptitudes al servicio de sus semejantes.

Jorge Alejandro Medellín
Rector del Claustro hasta 2017.

Habitualmente se piensa, la misión de la educación no es enseñar y sus objetivos no se relacionan exclusivamente con la adquisición de conocimientos, por al menos dos razones: primero, porque la enseñanza se relaciona con la transmisión de la cultura, mientras que la pedagogía se relaciona con la tarea de acompañar los niños en su desarrollo. Y segundo, porque los conocimientos son variables, relativos, dinámicos, y sobretodo porque es más productivo contribuir al desarrollo de las capacidades de un niño, incluyendo en ellas la propia capacidad de aprender conocimientos, así como la capacidad de razonar, de comunicarse, de expresarse libremente, de soñar, de crear, de dudar, de asombrarse, de experimentar, y muy especialmente, de convivir en sociedad.

De esta manera, la misión de la educación es el desarrollo del niño. Pero no un tipo predeterminado de desarrollo humano, sino su propio y autónomo desarrollo. La educación, en consecuencia, no debe actuar solamente sobre la escuela, puesto que los niños no son solamente estudiantes: son fundamentalmente niños y como tales, individuos complejos, diversos, en diferentes estadios de su desarrollo humano. Su condición de estudiantes sólo puede dar cuenta de una de sus múltiples formas de relacionarse con el mundo que, si bien es importante, no es la única.

Para lo cual hay entender, primero, que el ser humano en su continua elaboración de mecanismos imprescindibles para la supervivencia de los grupos y de la especie, pone en marcha sistemas externos de transmisión para garantizar la pervivencia en las nuevas generaciones de sus conquistas históricas (Sacristán y Pérez Gómez 1995); segundo, que cada generación tiene que definir de nuevo la naturaleza, la orientación y los objetivos de la educación para asegurarse que la generación siguiente pueda disfrutar de la mayor libertad y racionalidad posibles. Esto obedece a que tanto las circunstancias como los conocimientos de cada nueva generación, sufren cambios que imponen limitaciones y proporcionan nuevas oportunidades a los maestros. En este sentido, la educación se halla en continuo proceso de invención. (Bruner, 1984).

Una y otra evidencias sólo podrán considerarse y armonizarse plenamente, cuando una sociedad destine y diseñe sus instrumentos, artefactos, costumbres, instituciones, normas, códigos de comunicación y convivencia, hacia la tarea de potencializar las capacidades que sus niños tienen dentro de sí, para que puedan ser artífices de sus propia vidas.

En consecuencia, la educación no es solamente responsabilidad de la escuela, puesto que es ésta una de las instituciones sociales encargadas del desarrollo de los niños, pero no la única. Inclusive, la escuela ha perdido su sentido, su papel y su función, puesto que las circunstancias y los conocimientos de las nuevas generaciones han impuesto como nunca un ritmo acelerado de cambios, que resulta hoy imprescindible comprender e interpretar.

Por ejemplo, el conflicto generacional entre lo necesario y lo deseable, entre lo vigente y lo válido, entre lo urgente y lo importante, se desarrolla cada vez más alrededor de lo que cada quien posee o es capaz de apropiarse, es decir, del consumo, lo que a su vez genera un paulatino pero incesante desdibujamiento de la oposición entre lo propio y lo ajeno.

Vivimos un tiempo de fracturas y heterogeneidad, de segmentaciones dentro de cada nación y de comunidades fluidas con la lógica transnacional de la información, de la moda y del saber. En medio de esa heterogeneidad encontramos códigos que nos unifican, o que al menos permiten que nos relacionemos y nos comprendamos. Pero esos códigos compartidos son cada vez menos los de la etnia, la clase o la nación en la que nacimos. Esas viejas unidades, en la medida en que subsisten, parecen reformularse como pactos móviles de lectura de los bienes y los mensajes. Una nación, por ejemplo, se define poco a esta altura por los límites territoriales o por su historia política.. Más bien sobrevive como una comunidad interpretativa de consumidores, cuyos hábitos tradicionales -alimentarios, lingüísticos- los llevan a relacionarse de un modo peculiar con los objetos y la información circulante en las redes internacionales. (García Canclini, 1995, 50).

En el fondo, subsisten y se renuevan todas las desigualdades internacionales que se tomaron inmunes a la superación y a los cambios de las tensiones mundiales. El cine, la radio, el comercio, la música, la televisión, la moda, privilegian cada vez con mayor desenfreno la información, las costumbres y los entretenimientos que provienen de los países desarrollados. La representación de la diversidad de las culturas nacionales es baja en todas nuestras naciones, y menos espacio se concede aún a los demás países latinoamericanos.

Resulta entonces fundamental, que al reconocer la reestructuración del peso de lo local, surja lo nacional y lo global, como bien lo expresa García Canclini (1995), otro modo cultural de hacer política y otro tipo de políticas culturales pero sin duda deberá surgir también otro modo de pensar la educación, entre otras cosas, para aumentar la capacidad de autogestión de un continente que, como el latinoamericano, cuenta con una población que supera el 8.3% de la población mundial, mientras sólo contribuye con el 4.3% de los trabajos en investigación y desarrollo, y participa únicamente del 1.3% de los recursos gastados mundialmente en este campo.[1]

Para lo cual, de nuevo se propone fortalecer la autonomía y la capacidad de autogestión individual, la productividad inteligente, la creatividad humana.[2] Se propone, en consecuencia, la construcción de una relación permanente entre educación y sensibilidad, como una fuente dinámica para el estímulo, el impulso y el afianzamiento del desarrollo humano.

Surge, entonces, la pregunta de si es posible la formación de individuos únicos y no iguales; individuos capaces de expresar su singularidad, es decir, de expresar sus propias formas de sentir, de ver, de oír, de actuar, de pensar, de inventar. Frente a lo cual la formación de la sensibilidad junto con las diversas estructuras mentales que abarca, adquiere como nunca antes enorme significación.

Porque en la formación de la sensibilidad no sólo no se privilegia al pensamiento operativo concreto y formal, sino que además se tienen en cuenta otras formas de pensamiento más versátiles en su relación con el medio. No se privilegia la lógica como esencia de la formación del pensamiento, sino que se propone el cultivo de la expresión (que consiste en la capacidad de hacer sonidos, imágenes, movimientos, herramientas y utensilios) y de la intuición, la percepción y la reflexión como recursos psicopedagógicos fundamentales en la formación del pensamiento.

Aparentemente las personas están educadas de modo tal que su principal interés radica en lo que acontece en el mundo en tales o cuales circunstancias. Pero la velocidad, la complejidad y la solidez del razonamiento de los individuos parece ser más una función de su familiaridad con los materiales que procesan y de la organización de éstos últimos, y menos una función de una capacidad especial de la persona que razona. Así es como existen apreciables diferencias en el razonamiento de una persona según el tema de que se trate, pese a que desde un punto de vista formal todos los temas pueden exigirle el mismo grado de pericia lógica y aún la misma aplicación de principios lógicos. (Gardner, 1988,397)

Potencializar las capacidades que el ser humano lleva dentro de sí implica, así, ofrecerle la opción de desarrollar su propia inteligencia, su singularidad, su particular y única forma de transformar diversas clases de símbolos y sistemas de símbolos, para que pueda descubrir y no sólo resolver problemas, comprender y no sólo repetir conceptos, y abordar aquellas tareas que podrían describirse solamente en función de respuestas correctas y erróneas, con una realización que podría igualmente producirse en diversas direcciones.

Se deduce, por tanto, que cualquier sistema general de educación debe ser suficientemente flexible para atender las necesidades especiales de los diversos tipos de niño. Sólo que esas necesidades no pueden conocerse más que observando sus modos de expresión libre, para lo cual se impone la necesidad de desarrollar procesos sobre los cuales se basan la inteligencia, la conciencia y el juicio del individuo humano.

De otra manera no será posible establecer una relación armoniosa y habitual con los demás, con los semejantes, con el mundo exterior, o aceptar que la inteligencia no se determina por un parámetro único de desarrollo lógico universal, sino mediante la interiorización de herramientas proporcionadas por una cultura determinada.

Se propone, finalmente, construir una relación entre educación y convivencia: una educación que pase por la constante y rica expresión de sus interlocutores para que no siga empantanada en los viejos moldes de la respuesta esperada y de los objetivos sin sentido (Prieto Castillo, 1991). Todo aprendizaje es un interaprendizaje, que resulta imposible cuando se parte de la descalificación de los otros. Es imposible aprender de alguien en quien no se cree. La violencia, la intolerancia, la represión, resultan tanto de factores económicos como de factores educativos. Las diferencias se reconocen o se desconocen, se aceptan o se rechazan, se aprovechan o se reprimen. La educación tiene la palabra.

La segunda razón se apoya en que, tal como lo afirma Juan Delval, el desarrollo intelectual se produce con independencia a la escuela y no por simple maduración, por el paso del tiempo o por el crecimiento, sino que es el resultado de un larguísimo trabajo de construcción que se realiza cada día, a cada minuto, en todos los intercambios que el niño realiza con el medio (Delval, 1991). No puede negarse, sin embargo, que al asistir a la escuela el ser humano se pone en contacto con un mundo de relaciones y de conocimientos que pueden proporcionar experiencias útiles. En la escuela se realizan actividades que no se hacen fuera de ella y a las que no tienen acceso quienes no asisten a ella, pero todo lo que la escuela pretende enseñar no constituye el único modo de favorecer el desarrollo intelectual, porque éste se produce tanto dentro como fuera de ella, pero sobretodo con independiencia de lo que se enseña. No es posible afirmar, para expresarlo en otros términos, que quienes no asisten a la escuela son irremediablemente estúpidos, porque sólo en ella se produce el desarrollo intelectual.

La escuela, además, ya está inventada. Su función es lo que se discute, no su necesidad. Su utilidad, no su vigencia. Puede ser, por ejemplo, un mal necesario. Un mecanismo inventado por la sociedad para que sus ciudadanos puedan acreditar un oficio, mostrar públicamente su capacidad de leer y escribir y mantener, así, un empleo, o como bien dice Gardner, un vehículo para determinar quién recíbirá los premios que la sociedad puede repartir (Gardner, 1993).

Puede ser, también, un sitio donde se cuida niños, a la manera de un parqueadero, mientras sus padres trabajan, o un sitio donde se aprende aquella parte del conocimiento acumulado de toda la historia de la humanidad que alguien (como por ejemplo un gobierno o un ministro, o un consejo de profesores) ha seleccionado para que la juventud se aprenda de memoria.

Pero la escuela puede ser más bien, un centro de desarrollo, un espacio donde se generan ambientes para el aprendizaje, donde se potencializan las capacidades que los niños tienen ya dentro de sí, donde la expresividad y la creatividad estimuladas enriquecen la comunicación entre las personas y sus argumentos éticos y estéticos, donde la observación, la duda, el asombro y la experimentación se constituyen en intermediarios entre el niño y las ciencias, donde las reglas de convivencia garantizan la solidaridad, la cooperación, la no discriminación, el respeto a la vida, a los derechos humanos y los derechos de la naturaleza, todo lo cual supone y por qué no decirlo, exige una concepción de escuela bien distinta a la habitual.

En otras palabras, si la escuela produce siempre una imagen con una concepción estática del tiempo y del espacio, una imagen tradicional ajustada a lo que siempre se ha venido considerando como escuela (aulas cuadradas con pupitres orientados en una sola dirección, tablero, tarima y tiza (o marcadores); profesores que sólo enseñan, estudiantes que sólo aprenden -en el mejor de los casos-; horarios de 45 o 60 minutos, siete u ocho clases diarias, evaluación periódica del conocimiento enseñado, etc.) será imposible emprender la tarea del desarrollo humano.

Es necesario, por tanto, despojarse de la gran mayoría de las imágenes tradicionales que conforman el concepto de escuela, para poder garantizar un adecuado equilibrio entre lo que el niño quiere, puede y debe hacer.

Porque un régimen ininterrumpido de escolarización tradicional acaba formando un grupo de personas que son diferentes de aquéllas que no han asistido a la escuela. Después de todo ¿cómo no admitir la influencia que ejerce sobre los alumnos que pasan horas cada día durante toda su infancia sentados sin hacer ruido en una clase, prestando atención a un adulto con el que no tiene relación familiar, leyendo libros sobre temas exóticos, redactando lo que se les manda y haciendo exámenes de los que creen que depende su futuro? (Gardner, 1989)

Muy probablemente en el origen de este problema está el hecho de que la escuela tal como se concibe hoy no se parece a la vida, porque se concentra solamente en un conocimiento académico que a su vez se apoya en la evaluación de problemas arbitrarios que un niño tiene poco interés o motivación intrínsecos para responder, y los resultados conseguidos con esos instrumentos tienen poco poder predictivo para resultados que se dan fuera del entorno escolar. (Neisser, 1991)

Dicho de otra forma, cuando la enseñanza que se proporciona en la escuela es una enseñanza muerta, de escaso interés para el niño, que no se adapta a sus necesidades y que en la mayor parte de los casos no tiene en cuenta su desarrollo intelectual, la escuela y la vida son dos cosas considerablemente alejadas. Muy por el contrario, cuando el niño tiene que formar sus propios conocimientos a partir de sus estructuras intelectuales y sus conocimientos anteriores y gracias a su interacción con la cosas y con los otros compañeros y adultos, es muy probable que logremos aproximar la vida a la escuela y conseguir que dentro de ella existan posibilidades de aprender y de desarrollarse tanto como fuera de ella y que ofrezca condiciones particularmente favorables para hacerlo.

Sin embargo, es conveniente hacer énfasis en que un concepto de escuela ideal no admite ni fórmulas, ni unicidad. No existe, afortunadamente, una escuela ideal, como no existe una pedagogía de molde. Ni siquiera lo que se ha hecho en el pasado sirve de esquema a reproducir. La pedagogía, asociada a la voluntad de saber, tiene la obligación de crear o expresar cotidianamente (Vargas Guillen, 1986).

Además, hay que preguntarse, si el concepto de escuela ideal es el mismo para todas las épocas o para todos los lugares, o si lo que puede resultar ideal para una comunidad en una época o región determinada puede no serio en otras. Porque aún dentro de una escuela deberían coexistir variados modelos en el entendido de que es inútil, evidentemente inútil, obligar a los niños de todas las edades a adaptarse a un modelo único de escuela, porque junto con el cambio de edad, cambian las capacidades, la motivación, los intereses, las aspiraciones, los sueños y las expectativas, las exigencias, las responsabilidades y los problemas.

Por todo esto hay que tener muy presente que la escuela es un escenario permanente de conflictos. Lo que tiene lugar en ella es el resultado de un proceso de negociación informal que se sitúa en algún lugar intermedio entre lo que el profesor o la institución escolar quieren que los alumnos hagan y lo que éstos están dispuestos a hacer. (Fernández Enguita (1990).

[1] García Canclini (1995, 160). Otra fuente nos indica que aún cuando el tercer mundo representa el 77% de la población mundial, sólo contribuye con el 15% del PIB y posee un mero 6% de los científicos del mundo. Los países desarrollados, con el 23% de la población humana, lideran los sistemas de mercado, controlan la generación, transferencia y comercialización de la tecnología y fomentan la innovación científica. Sólo en 1% de los científicos del mundo son latinoamericanos, y de éstos, sólo el 1% son colombianos. (Llinás, 1994, 35).

[2] Sólo con la educación y con las posibilidades de realización individual y de los grupos sociales que ofrecen el conocimiento y la construcción de la cultura, podremos aclimatar la paz y asegurarla capacidad de vernos como ciudadanos del mundo, partícipes de un cambio cultural amplio y sutil. (Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo, 1994)

Robert Fulghum

Todo lo que realmente necesito saber sobre cómo vivir y cómo ser, lo aprendí en la Escuela Infantil.

La sabiduría no estaba en la cima de la montaña de los títulos académicos, sino en el montón de arena del patio.

Estas son las cosas que yo aprendí:

  • Compartirlo todo.
  • Jugar sin hacer trampas.
  • No pegar a la gente.
  • Poner las cosas en su sitio.
  • Arreglar mis propios líos.
  • No coger las cosas de otros.
  • Decir “lo siento” cuando hiero a alguien.
  • Lavarme las manos antes de comer
  • Tirar de la cadena.
  • Las galletas y la leche son buenas.
  • Vivir una vida equilibrada: aprender algo, pensar algo, dibujar, pintar, bailar, jugar y trabajar algo todos los días.
  • Echarme la siesta cada tarde.
  • Cuando salgo al mundo, tener cuidado del tráfico, agarrarnos de la mano y permanecer juntos.
  • Estar atento a las maravillas.
  • Recordar la pequeña semilla en el vaso: las raíces van para abajo y las plantas crecen hacia arriba y realmente nadie sabe cómo ni por qué, pero nosotros somos igual que eso.
  • Los peces de colores, los hámster, la tortuga e incluso la primera semilla del vaso se mueren, así que también lo haremos nosotros.
  • Y recuerda los cuentos y la primera palabra que aprendiste, la palabra más importante del mundo: MIRA.

Todo lo que necesitas saber está ahí, en alguna parte. Coge cualquiera de estas normas y ponla en los sofisticados términos de los adultos y aplícala a la vida en tu familia o en tu trabajo, al gobierno o al mundo y seguirán siendo verdaderas, claras y firmes. Piensa que una sociedad mejor puede ser si todos nosotros, el mundo entero, tiene leche y galletas a las tres todas las tardes y luego se echan la siesta con nosotros en las colchonetas. Y si todos los gobiernos tienen siempre como política básica colocar las cosas en su sitio y arreglar sus propios líos. Y comprobarás que continua siendo cierto, no importa cuál sea tu edad, que cuando sales al mundo, lo mejor es darse la mano y permanecer juntos.

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