Profesores

Marcela
Rojas Hernández

Coordinadora de Etapa


Javier Enrique Pardo

Profesor de Matemáticas

Yolanda Pedraza Saavedra

Tutora Cuarto

Damián Gutiérrez Arias

Profesor de Ed. Física

Marcela Cajamarca

Tutora Quinto

Héctor Julián
Salazar García

Profesor de Música

Astrid Castro Basa

Tutora Sexto A

Pedro Julián Urrego

Profesor de Inglés

Sandra Milena Moreno

Tutora Sexto B

María Fernanda Velásquez

Profesora de Inglés

Coordinadora de la Etapa 2. Boyacense. Hija de Marlene Hernández y de Antonio Rojas. Casada con César Becerra. Bachiller del Colegio Pureza de María. Licenciada en Educación Preescolar de la Universidad de San Buenaventura, con diplomado en Liderazgo Familiar y Comunitario de la Universidad de la Sabana y Actualización en Procesos de Lectura y Escritura de la Universidad del Bosque. Con 26 años de experiencia en el ejercicio de la educación todos ellos en el Claustro Moderno. Ha recibido las menciones de profesora Titular, Ilustre, Eximia y Magistral. Sus aficiones son el cine, la música, ver televisión, caminar y montar bicicleta.

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Bogotana. Directora del grupo Cuarto. Hija de Lucrecia Saavedra y de Pedro Pedraza. Bachiller del Liceo Femenino de Cundinamarca. Licenciada en Educación Básica Primaria con Énfasis en Estética de la Universidad Minuto de Dios. Con más de 30 años de experiencia. Vinculada al Claustro en 2007. Sus aficiones son las manualidades, la música, la literatura y el teatro.

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Bogotana (1973). Tutora del grupo Quinto. Hija de Alvaro Cajamarca y Fabiola Rodriguez. Licenciada en Educación de la Universidad San Buenaventura y Especialista en Gerencia Educativa de la Universidad Libre. Con 27 años de experiencia en docencia. Vinculada al Claustro desde el 2018. Entre sus aficiones están el pasear, leer y tomar café.

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Santandereana. Tutora del grupo Sexto A. Casada con Walter Chaparro Rondón. Madre de dos hijos (Walter Julián y Laura Natalia, exalumna del Claustro de la promoción de 2015). Hija de Juana Bassa y Ulises Castro. Bachiller del Colegio Santa Teresita de Barrancabermeja. Licenciada en Educación Infantil de la Universidad Cooperativa de Colombia sede Medellín, con más de 23 años de experiencia. Vinculada al Claustro en 2006. Ha recibido la mención de profesora Titular e Ilustre. Sus aficiones son escuchar música, bailar, ir a teatro, leer y viajar.

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Bogotana. Turora de Sexto B. Hija de Luis Fernando Moreno Rey y de María Dorlley Alzate. Bachiller del Instituto Monseñor Montini. Licenciada en Educación Preescolar de la Fundación Universitaria los Libertadores. Especialista en Eduación y Orientación Familiar de la Universidad Monserrate. Con 21 años de experiencia en pedagogía. Vinculada al Claustro en 2020. Entres sus aficiones están el ejercicio físico y la música. 

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Bogotano (1991). Profesor de Matemáticas. Hijo de Dora Esperanza Pardo Díaz. Bachiller del INEM Francisco de Paula Santander de Kennedy, Bogotá. Licenciado en Electrónica de la Universidad Pedagógica.  Con siete años de experiencia pedagógica. Vinculado al Claustro en 2020.  Entre sus aficiones están el senderismo, los deportes extremos y los videojuegos.

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Nocaimero. Profesor de Educación física. Hijo de Marceliano Gutiérrez Gómez y Gemma Victoria Arias Acuña. Bachiller Silvino Rodríguez de Tunja. Licenciado en Educación Física recreación y Deportes de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia. Con 18 años de experiencia. Vinculado al Claustro en el 2011. Entre sus aficiones está el ciclismo y la natación.

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Riosuceño, (1977). Director de la banda sinfónica del Claustro y profesor de música. Bachiller del Instituto Cultural Riosucio. Licenciado en Música de la Universidad Pedagógica Nacional en el 2011. Con 23 años de experiencia en la dirección de bandas sinfónicas y ensambles de conjuntos. Vinculado al Claustro en 2002.

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Bogotano, (1992). Profesor de Inglés. Bachiller del colegio Duque de Rivas. Hijo Ana Cecilia Vargas y Pedro Urrego Alvelly. Licenciado en Lenguas Extranjeras con énfasis en Inglés de la UNAD (Universidad Nacional Abierta y a Distancia). Con ocho años de experiencia en la docencia del idioma Inglés. Vinculado al Claustro desde el 2019. Entre sus aficiones están el voleibol, la música (canto) y el cine.

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Bogotana. Profesora de Inglés. Hija de Sandra Vanegas y Henry Velasquez. Graduada del colegio Cafam y licenciada en Lenguas modernas de la Universidad Javeriana. Magister en Enseñanza de español como lengua extranjera. Con tres años de experiencia como docente de inglés. Vinculada al claustro desde el año 2024. Entre sus aficiones están la lectura, conocer comida de diferentes lugares del mundo, el cine y los animales.

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Horarios de clase

h4-2023

Lecturas recomendadas

José Luis Martín Descalzo. (Madridejos, 1930 – Madrid, 1991).

Cuentan que un pequeño vecino de un gran taller de escultura, entró un día en el estudio del escultor y vio en él un gigantesco bloque de piedra.

Y que, dos meses después, al regresar, encontró en su lugar una preciosa estatua ecuestre. Y volviéndose al escultor, le preguntó: «¿Y cómo sabías tú que dentro de aquel bloque había un caballo?».

La frase del pequeño era bastante más que una «gracia» infantil.

Porque la verdad es que el caballo estaba, en realidad, ya dentro de aquel bloque. Y que la capacidad artística del escultor consistió precisamente en eso: en saber ver el caballo que había dentro, e irle quitando al bloque de piedra todo cuanto le sobraba. El escultor no trabajó añadiendo trozos de caballo al bloque de piedra, sino liberando a la piedra de todo lo que impedía mostrar el caballo ideal que tenía en su interior. El artista supo «ver» dentro, lo que nadie veía. Ese fue su arte.

Pienso todo esto al comprender que con la educación de los humanos pasa algo parecido. Han pensado ustedes alguna vez que la palabra «educar» viene del latín «edúcere», que quiere decir exactamente: sacar de dentro? ¿Han pensado que la verdadera genialidad del educador no consiste en «añadirle» al niño las cosas que le faltan, sino en descubrir lo que cada pequeño tiene ya dentro al nacer y saber sacarlo a la luz?

Me parece que muchos padres y educadores se equivocan cuando luchan para que sus hijos se parezcan a ellos o a su ideal educativo o humano. Padres que quieren que sus hijos se parezcan a Napoleón, a Alejandro Magno o al banquero que triunfó en la vida entre sus compañeros de curso. Pero es que su hijo no debe parecerse a Napoleón ni a nadie. Su hijo debe ser, ante todo, fiel a sí mismo. Lo que tiene que realizar no es lo que haya hecho el vecino, por estupendo que sea. Tiene que realizarse a sí mismo y realizarse al máximo. Tiene que sacar de dentro de su alma la persona que ya es, lo mismo que del bloque de piedra sale el caballo ideal que dentro había.

Ser hombre no es copiar nada de fuera. No es ir añadiendo virtudes que son magníficas, pero que tal vez son de otros.

Ser hombre es llevar a su límite todas las infinitas posibilidades que cada humano lleva ya dentro de sí. El educador no trabaja como el pintor, añadiendo colores o formas. Trabaja como el escultor, quitando todos los trozos informes del bloque de la vida y que impiden que el hombre muestre su alma entera tal y como ella es.

Y los muchachos tienen razón cuando se revelan contra quienes quieren imponerles modelos exteriores. Aunque no la tienen cuando se entregan no a lo mejor de sí mismos sino a su comodidad y a su pereza, que es precisamente el trozo de bloque que les impide mostrar lo mejor de sí mismos.

Un buen padre, un buen educador es el que sabe ver la escultura maravillosa que cada uno tiene, revestida tal vez por toneladas de vulgaridad. Quitar esa vulgaridad a martillazos – quizá muy dolorosos – es la verdadera obra del genio creador.

500 x 400Helen Buckley. (Nueva York, E.E.U.U. 1918-2001). Adaptación libre del original escrito en verso.

Una vez un pequeño niño fue a la escuela. Él era en verdad un pequeño niño y aquella era una gran escuela.

Pero cuando el pequeño niño descubrió que podía llegar a su salón caminando derecho desde la puerta de entrada, se sentía feliz.

Una mañana, habiendo pasado un tiempo en la escuela, su Maestra le dijo: “Hoy vamos a dibujar”
“Qué bien “, pensó el pequeño. A él le encantaba dibujar. Podría pintar muchas cosas: leones y tigres, pollos y vacas, trenes y barcos. Así fue que sacó su cajita de crayolas y empezó a dibujar.
Pero la Maestra le dijo: “Espera, aún no es hora de comenzar”. Y ella esperó hasta que todos los demás estuviesen listos.
“Ahora, dijo la maestra, vamos a dibujar flores”.
“Qué bien”, pensó el pequeño. A él le gustaban las flores. Y comenzó a dibujar algunas con sus crayolas: rosada, naranja, azul.
Pero la Maestra le dijo: “espera hasta que yo te muestre cómo”. Esta era roja, con tallo verde. “Aquí está, dijo la Maestra, ahora puedes comenzar”
El pequeño miró la flor de la maestra, luego miró la suya: a él le gustaba su flor más que la de la Maestra, pero no dijo nada. Tan sólo volteó su hoja e hizo su flor similar a la de la Maestra: era roja con tallo verde.
Otro día, cuando el pequeño abría la puerta por sí solo. Desde afuera, la Maestra le dijo: “Hoy vamos a trabajar con greda”.
“Qué bien pensó el niño, me encanta la greda, se podrá hacer muchas cosas con greda: culebras y hombres de nieve, elefantes y camiones”. Comenzó él a hablar y pellizcar su bola de greda, pero la Maestra dijo:
“Espera, aún no es hora de comenzar”. Y ella esperó a que todos los demás estuvieran listos. “Ahora, dijo la Maestra, vamos a hacer un platico”.
“Qué bien, pensó el niño, me gusta hacer platicos”. Y comenzó a hacer algunos de todas las formas y tamaños.
Pero la Maestra dijo: “Espera, te mostraré cómo”, y enseñó a todos cómo hacer un hondo plato. Ahí está, dijo la Maestra. “Ahora, pueden comenzar”
El pequeño miró el plato de la Maestra y luego los suyos. Sus platos eran mejores que aquel de la Maestra, mas él no dijo nada. Tal solo amasó de nuevo su greda formando una gran bola e hizo el plato similar al de la Maestra. Este era un hondo plato.
Y muy pronto, el pequeño aprendió a esperar, y a mirar y a hacer las cosas como la Maestra. Y muy pronto, él no hizo cosas más nunca a su manera.
Entonces sucedió que el pequeño y su familia se mudaron de casa, en otra ciudad. Y el pequeño tuvo que ir a otra escuela. Esta escuela era aún más grande que la otra. Y no había puerta de afuera a su clase. Tenía que subir algunas escalas grandes y pasar por un corredor largo para llegar a su salón.
Y el primer día la Maestra le dijo: “Hoy vamos a hacer dibujos”
“Qué bien”, pensó el niño, y esperó hasta que la Maestra le dijese qué hacer. Pero ella no dijo nada: tan solo caminaba por el salón. Luego ella se acercó al pequeño y le dijo:
“¿No quieres dibujar?” “Claro que sí, dijo el niño, qué vamos a hacer?”
“No sé, hasta que lo dibujes” dijo la Maestra.
“¿Cómo lo haré?” pregunto el niño
“¿Por qué? ¡Como gustes! Respondió la maestra.
“Sí todos dibujan lo mismo y usan los mismos colores ¿Cómo sabré quién hizo qué y cuál es cuál?”
“No sé”, dijo el niño
Y comenzó a dibujar una flor roja con tallo verde.

Arnold Gesell (E.E.U.U. 1880-1961)

Recomendamos “El niño de 9 años” de Arnold Gesell como una importante lectura para padres de familia y profesores en la intención de recoger y proponer diversos argumentos para el mejor conocimiento de las características de cada edad.

 

El psicólogo Gesell (EE.UU. 1880-1961) es reconocido como uno de los más importantes especialistas en el estudio del desarrollo infantil, al que le dedicó toda su vida. Fundó para tal efecto la Yale Clinic of Child Development, institución que se conoce hoy como Gesell Institute of Child Development.

Los estudios comprendidos en la serie ‘El niño de…’ son resultado de más de 20 años de investigaciones y observaciones apoyadas en entrevistas, fotografías, videos y otras técnicas que permitieron la clasificación de actitudes, movimientos y comportamientos de los niños de diferentes edades, y que en la actualidad son considerados como una obra clásica y un punto de referencia obligado en el área del desarrollo humano.

Hay que tener en cuenta, por supuesto, las limitaciones implícitas en toda generalización, que el autor mismo no olvida señalar, por cuanto es indispensable dejar un margen amplio para las diferencias y las condiciones individuales, por un lado, y para las condiciones derivadas del desarrollo de cada género, por otro. De la misma manera conviene reconocer que la población infantil estudiada corresponde a un tiempo y un espacio determinados, en este caso a niños estadounidenses de la primera mitad del siglo XX. Es mejor, en consecuencia, abordar este tipo de lecturas bajo el presupuesto de que todas las niñas y los niños son únicos, irrepetibles y diferentes. Pero al mismo tiempo es importante reconocer sus características generales -que las hay- a la manera de un conjunto intersección que señala los rasgos comunes de madurez y comportamiento, bajo un esquema que presenta, en cada libro: características motrices, higiene personal, expresión emocional, temores y sueños, personalidad y sexo, relaciones interpersonales, juegos y pasatiempos, vida escolar, sentido ético e imagen del mundo.

Como un punto de referencia, válido entre otros, presentamos apartes del capítulo Perfil de madurez, para que sirva como aperitivo de futuras lecturas sobre temas del desarrollo humano tan pertinentes y urgentes para padres y maestros.

Perfil de conducta (apartes)

El niño de nueve años ya no es simplemente un niño; tampoco es un adolescente. Nueve es una edad intermedia, en la zona ubicada entre el parvulario y la adolescencia de la escuela secundaria. Durante este periodo intermedio tienen lugar reorientaciones significativas. Las tendencias de conducta del octavo año se presentan con mayor claridad; el niño adquiere mayor dominio de sí mismo; adquiere nuevas formas de autosuficiencia que modifican profundamente sus relaciones con la familia, con la escuela, con sus compañeros y con la cultura en general. Los cambios se producen de forma tan sutil que, a menudo, los padres y los profesores no perciben suficientemente su importancia. Pero se trata de transformaciones psicológicas tan llenas de consecuencias, tanto para el niño como para la cultura, que merecen mayor atención.
La automotivación es la característica cardinal del niño de nueve años. Es la clave para comprenderle en su progreso hacia la madurez. El niño posee una creciente capacidad para aplicar su mente a las cosas, por propia iniciativa o con ligeras sugestiones por parte del ambiente. Esto le confiere un aire típicamente preocupado, de hombre de negocios, tanto en su casa como en la escuela. En realidad, está tan ocupado que parece faltarle tiempo para las tareas rutinarias y no le apetecen las interrupciones. Por otra parte, puede interrumpir sus tareas por sí mismo. Si está concentrado en un trabajo con papeles, por ejemplo, puede interrumpirlo, ir a donde está el sacapuntas y volver a su trabajo sin perder impulso y sin necesidad de nuevas órdenes. También es capaz de llenar sus momentos de ocio con alguna actividad útil. Puede trabajar dos o tres horas continuadas con su equipo de construcciones. Le complace poner a prueba su habilidad, le gusta azuzar su amor propio.
Por comparación, el niño de ocho años depende mucho más del apoyo ambiental: de la presión del grupo y del estímulo del adulto. Ocho vuelca cierta cantidad de atención sobre una tarea difícil, pero su energía se agota pronto. Nueve es capaz de acudir a reservas de energía y renueva su ataque en ensayos repetidos. Esto se debe a la mayor madurez de toda su dotación y conducta. No es de sorprender que sea tan buen alumno, dispuesto a afrontar todo lo que se halle razonablemente dentro de su capacidad. Nueve es una edad óptima para perfeccionar la pericia en el manejo de herramientas, en las operaciones fundamentales de la aritmética y en otras habilidades. El niño de nueve años se muestra tan interesado en perfeccionar estas habilidades que repite las cosas una y otra vez, bien se trate de arrojar dardos o de dividir por una cifra.
(…).
Cuando decimos que el niño de nueve años es serio como un hombre de negocios, no queremos decir que piensa en términos financieros. No se interesa por el dinero tanto como Ocho. Con frecuencia, las monedas y la asignación semanal constituyen sólo un débil aliciente. El niño tiene mejores razones para estar ocupado: es adicto a hacer inventarios y listas de control; le gusta clasificar e identificar, ordenar su información; está en su papel como aficionado al fútbol y conoce un cúmulo sorprendente de hechos y cifras relacionados con este deporte. Tiene un interés real por las sucesiones y categorías –las distinciones entre tipos de aviones, las banderas de las Naciones Unidas, etc.-. Si tiene pasión por las historias –y a menudo la tiene- es su contenido informativo el que le atrae principalmente. Capta los detalles significativos y los trozos de información que le llegan por vía de la televisión, del cine, de las revistas ilustradas y de la conversación con adultos.
Destaquemos estos rasgos intelectuales del niño de nueve años porque dan color y dirigen los múltiples modos de su conducta personal-social. Muestra un nuevo discernimiento en sus relaciones padre-hijo y alumno-maestra, nuevos refinamientos en sus emociones y actitudes. La profundidad de su vida emocional (pues es menos superficial que a los ocho años) se debe, como es lógico, a cambios subyacentes en la fisiología de su sistema neuro-humoral. Afortunadamente, sin embargo, el sentimiento y la intuición guardan mayor equilibrio que a los cinco y medio y seis años. En consecuencia, el niño de nueve años, bien constituido, tiende a ser una persona relativamente bien organizada, que sabe cuánto vale y puede saber cuánto vale su interlocutor. No le gusta ni necesita que se le proteja con condescendencia. Por lo general, no es muy agresivo. Y sus estimaciones de padres y maestros pueden ser penetrantes y exactas, al tiempo que ingenuas.
En vista de su inmadurez, el niño de nueve años muestra un sorprendente sentido que equidad y hasta de moderación en sus estimaciones y esperanzas. Ha superado sus excusas más infantiles. Puede aceptar su culpa; y si varias personas –se ven envueltas en alguna dificultad, quiere distribuir las culpas equitativamente. Insiste en saber quién provocó la dificultad. Posee un agudo interés emocional e intelectual por los castigos, privilegios, reglas y procedimientos, particularmente en su vida escolar y social. Aprecia la justicia de la disciplina tanto según sus normas individuales como según normas colectivas. Es muy sensible a las ideas elementales de justicia. La cultura puede sembrar semillas de prejuicio, pero el niño responde fácilmente a los requerimientos contra la discriminación racial.
Como es natural, existen diferencias innatas en la profundidad y en los modos del sentido ético; sin embargo, en condiciones culturales favorables, el niño de nueve años es fundamentalmente sincero y honesto. Puede decir para sus adentros <<Debo ser honesto>> y regresar a la tienda a devolver un cambio excesivo, como también a reclamar si le han dado de menos. Puesto que no ha alcanzado aún la perfección, pensara que es peor mentir a su madre que a otra persona. Con todo, en conjunto, es seguro y responsable. Le gusta que depositen confianza en él. Le gusta poder gozar de cierta libertad, cuando puede estar <<suelto>> durante una o dos horas, sin la inquisitiva supervisión parental. Sus lamentos no se deben tomar muy en serio. Como el niño de siete años, quizá sea un síntoma de que hay nuevos modos emocionales en proceso de crecimiento.
Evidentemente el niño de nueve años está desarrollando un sentido de status individual que necesita de la comprensión afectuosa de sus mayores, y por encima de todo, de su propia familia. Le gusta su hogar y siente hacia él una cierta lealtad privada; resplandece de orgullo pensando en su maravilloso padre. Pero también siente deseos de alejamiento, de lograr una separación que le permitirá sentirse más dueño de sí mismo. De modo que cuando no está en casa no desea que se le llame inoportunamente <<hijito>> en presencia de extraños; la niña no desea que se le identifique como <<mi hija>>. Por encima de todas las cosas, el niño de nueve años no quiere ser mimado por una madre que, inconscientemente, le trata como si fuera todavía un niñito incesantemente necesitado de protección. Los padres se inclinan a veces hasta el extremo opuesto y le tratan como si fuera un <<hombre>>. En realidad, el niño necesita ayuda en algunos puntos críticos y le gusta recurrir a sus padres en busca de esa ayuda. Una educación hábil adapta la ayuda a las necesidades y la retira cuando es necesario, para fomentar así una deseable independencia.
Los padres deberían, por consiguiente, mostrarse satisfechos de que, en ocasiones, el niño de nueve años demuestre más interés por sus amigos que por la excursión familiar tan benévolamente proyectada para él. Muchos prefieren reunirse con sus compañeros en largas sesiones similares a las de los clubes, en las que la conversación y la planificación quizás figuren con mayor prominencia que el juego activo. Son muchas las cosas que necesitan de la cómoda confabulación entre amigos, una especie de intercambio que ni siquiera el círculo familiar puede suministrar. Nueve es un gran conversador. Se le debe dejar, pues, conversar.
(…).
En la escuela, los grupos pueden incluir tanto niños como niñas, pero las asociaciones espontáneas son casi siempre unilaterales. Las niñas tienen sus propios clubes en los cuales dedican algún tiempo a reír y murmurar, mientras los niños se entregan a la lucha y la algazara. Los niños tienen más dificultades con matones de su misma edad o mayores. Las fiestas de cumpleaños se limitan, por propia elección, a un solo sexo. Los niños dirigen burlas recíprocas respecto de las amigas. Las niñas se mofan unas de otras respecto de sus amigos. Ambos sexos se desdeñan cordialmente.
(…)
Existen diversas formas de una nueva conciencia de los aspectos parentales y reproductivos del sexo. La mayoría de las niñas de nueve años tiene conocimientos sobre el proceso menstrual. Muchos niños y niñas tienen comprensión del papel del padre en la procreación. Han observado el nacimiento en los animales. Demuestran pudor y curiosidad simultáneos respecto de la fisiología y la anatomía elementales del sexo. El realismo intelectual de esta edad los recata de los excesos románticos. El niño de nueve años es relativamente despreocupado en cuanto al aspecto exterior, sea en ropa o en cosméticos. Las reorientaciones en la esfera del sexo, sin embargo, tienen suficiente identidad como para indicar que el niño de años anteriores ha entrado ahora en el sector preadolescente del ciclo vital. Las niñas están más próximas a la pubertad que los niños. Este hecho y las variaciones de madurez fisiológica dentro de cada sexo explican, en parte, la amplia gama de diferencias individuales, tan evidente a esta edad.
Un perfil de conducta difícilmente puede hacer justicia a estas diferencias individuales, pues debe ser trazado a grandes rasgos. Esto obliga a dejar de lado las líneas y los matices más finos, tan importantes para la descripción de un niño o una niña específicos: el que está, por ejemplo, en la casa del lector. Este niño lleva impreso el sello de su individualidad. Posee gestos propios, maneras de reír y de proferir exclamaciones; tiene humor, depresiones y estado de ánimo, modales durante la comida, posesiones, formas de hablar, conductas y entusiasmos, que lo hacen único. La naturaleza nunca producirá otro como él, pues aborrece la repetición, aun en los gemelos originarios de un mismo huevo.
Nueve es, predominantemente, una edad en la cual la individualidad trata de reafirmarse y reorganizarse. A esta edad, un niño activo no depende demasiado del elogio y puede hasta mostrarse sorprendido cuando se le dedica alguno; pero acepta la aprobación y los beneficios que de él derivan. En realidad, le gusta el elogio oportuno y muestra una capacidad mucho mayor para asimilarlo que el niño de siete años. Si su naturaleza es introvertida, retraída, necesitará que se le trate con una penetración especial y, en ocasiones, con suma suavidad. En caso de duda, es prudente tolerar particularidades que constituyen la expresión de impulsos del desarrollo. El niño tiene que hallarse a sí mismo.

Los subrayados son nuestros.

(Tomado de Gesell, Arnold. El niño de 9 a 10 años. Paidós / Guías para padres. Barcelona, 2000).

Arnold Gesell (E.E.U.U. 1880-1961)

Recomendamos “El niño de 10 años” de Arnold Gesell como una importante lectura para padres de familia y profesores en la intención de recoger y proponer diversos argumentos para el mejor conocimiento de las características de cada edad.

El psicólogo Gesell (EE.UU. 1880-1961) es reconocido como uno de los más importantes especialistas en el estudio del desarrollo infantil, al que le dedicó toda su vida. Fundó para tal efecto la Yale Clinic of Child Development, institución que se conoce hoy como Gesell Institute of Child Development.

Los estudios comprendidos en la serie ‘El niño de…’ son resultado de más de 20 años de investigaciones y observaciones apoyadas en entrevistas, fotografías, videos y otras técnicas que permitieron la clasificación de actitudes, movimientos y comportamientos de los niños de diferentes edades, y que en la actualidad son considerados como una obra clásica y un punto de referencia obligado en el área del desarrollo humano.

Hay que tener en cuenta, por supuesto, las limitaciones implícitas en toda generalización, que el autor mismo no olvida señalar, por cuanto es indispensable dejar un margen amplio para las diferencias y las condiciones individuales, por un lado, y para las condiciones derivadas del desarrollo de cada género, por otro. De la misma manera conviene reconocer que la población infantil estudiada corresponde a un tiempo y un espacio determinados, en este caso a niños estadounidenses de la primera mitad del siglo XX. Es mejor, en consecuencia, abordar este tipo de lecturas bajo el presupuesto de que todas las niñas y los niños son únicos, irrepetibles y diferentes. Pero al mismo tiempo es importante reconocer sus características generales -que las hay- a la manera de un conjunto intersección que señala los rasgos comunes de madurez y comportamiento, bajo un esquema que presenta, en cada libro: características motrices, higiene personal, expresión emocional, temores y sueños, personalidad y sexo, relaciones interpersonales, juegos y pasatiempos, vida escolar, sentido ético e imagen del mundo.

Como un punto de referencia, válido entre otros, presentamos apartes del capítulo Perfil de conducta, para que sirva como aperitivo de futuras lecturas sobre temas del desarrollo humano tan pertinentes y urgentes para padres y maestros.

Perfil de conducta (apartes)

Los diez años ocupan una posición interesante y altamente significativa en el conjunto del desarrollo humano. Ellos marcan la culminación de una década de desarrollo básico iniciado en el periodo prenatal. Una década de vida adolescente se abre ahora ante sus ojos.
Durante el décimo año la espiral metafórica que simboliza el crecimiento da un giro algo pausado hacia la remota madurez adulta. Es éste un año de consumación a la vez que de transición; es un interludio amable, relativamente libre de tensiones, en el que el organismo asimila, se consolida y equilibra los recursos alcanzados. En consecuencia, un representante clásico de los diez años mostrará tanto los rasgos específicos como los genéricos de la infancia. Apenas se vislumbran en él las tensiones de épocas posteriores de la adolescencia. De manera franca, sin conciencia de sí mismo, tiende a aceptar la vida y el mundo tal como son, con espíritu libre y de fácil reciprocidad. Es una edad de oro del equilibrio evolutivo.
(…)
No tratamos aquí de describir un niño, sino un complejo ilustrativo que refleje, en su zona cronológica y su grupo cultural, las tendencias e integraciones del desarrollo.
(…)
En el desarrollo, ningún niño se halla desligado de los demás. Cada año guarda una relación dinámica con los adyacentes. De este modo, el décimo año adquiere mayor significación cuando es contemplado en relación con los rasgos y tendencias manifestados a los nueve y once años. La transición de nueve a diez generalmente tiene lugar sin tropiezos bruscos, de forma paulatina y constante. Los cambios cotidianos en su gran mayoría pasan inadvertidos. A veces pueden darse, sin embargo, viajes repentinos y gramáticos. A su debido tiempo se hace perceptible un adelanto de la madurez en el comportamiento, las actividades, las emociones e ideas; bienes que hasta entonces habían sido estimados profundamente, son dejados a un lado. Los niños pueden abandonar su revólver de juguete y las historietas infantiles; las niñas, sus muñecas de papel. Se observa una amplitud cada vez más grande de los gustos e intereses, que se deja sentir en las relaciones interpersonales en el hogar y en la escuela y, de manera más privada, en el creciente yo interior del niño.
A Diez le gusta su hogar y se muestra leal con él. En cierto modo, se halla más estrechamente vinculado a la familia que a los nueve años. Las raíces de su apego penetran más hondo en torno a ambos padres. La madre goza de un prestigio especial. Los niños reconocen su autoridad y le obedecen de mejor grado que antes. Las niñas confían en ella y aceptan su guía. En su mayor parte, tanto los niños como las niñas se llevan bien con el padre y disfrutan de su compañía; a los niños les gusta salir de excursión con la sola compañía del padre, en el cual empiezan a ver una especie de camarada.
(…)
A Diez le gustan los amigos. Le gusta decir quiénes son y mencionar sus meritos distintivos. Es posible que los mencione por su nombre completo, edad y día de cumpleaños, y, además, haciendo referencia a la ocupación del padre. Combina un interés específico por el destalle concreto con una gran diversidad de intereses. Esto es bastante característico de la psicología general de Diez, tal como se revela en sus procesos y actitudes intelectuales, sus predilecciones en la escuela y su visión de la vida.
(…)
Los niños de diez años expresan cándidamente –aunque sin vehemencia- o bien desinterés, o bien un desagrado activo hacia las niñas. Un misógino expresó lacónicamente: <>. Otro, arrogándose la representación de sus camaradas, resumió moderadamente: <>.
Las niñas de edad comparable a la de estos niños exclaman con acento ligeramente distinto: <<Ah, a nosotras no nos gustan los niños. Son unos groseros>>. (Tiran el pelo, empujan, se conducen torpemente, corren detrás de una, tiran pan en las fiestas, etc.) Otras se muestran más suaves: <>.
(…)
A diez le gusta la escuela. Esto no debe sorprendernos si se consideran sus características generales de tratabilidad, fácil reciprocidad emocional en interés concreto y positivo por los hechos. Le gusta aprender.
(…)
El poder de asimilación constituye un rasgo cardinal de la educación en la zona de madurez de los diez años. Es a la vez una disposición y una aptitud. En consecuencia, a Diez le gusta memorizar, aun a gran escala; le gusta identificar o reconocer los hechos, señalar las ciudades en el mapa, clasificar elementos afines, anotarlos al dictado. En cambio, se muestra menos inclinado a correlacionar y conceptualizar o generalizar los hechos. Esta predisposición a asimilar los hechos más diversos y a memorizar parece ser un fenómeno evolutivo capaz de promover finalmente su buen funcionamiento mental. Sus periodos de atención suelen ser tan cortos intermitentes como las frases de sus ejercicios de redacción: pero son numerosos, variados y denotan un afán de conocimiento de un amplio radio. Esta amplitud constituye un antecedente evolutivo de las actividades ulteriores de profundización. No es extraño que le guste hablar, mirar, leer y escuchar, más que <>. Se trata en este caso de una receptividad activa. Es una edad óptima para la educación por medio de la televisión.
Casi podría decirse de los diez años que constituyen una edad deportista, no porque el niño demuestre un interés especial por sobresalir en los deportes, sino por el puro placer que experimenta en la simple actividad física de correr, trepar, saltar, tirarse por un tobogán. Patinar, montar en bicicleta. Ahora más que nunca siente la capacidad imperiosa de utilizar sus grandes masas musculares. Su energía ha alcanzado un nivel superior. Pero, fiel a su naturaleza equilibrada, también encuentra placer en ejercicios menos violentos.
(…)
Hay explosiones de felicidad y de afecto demostrativo que obedecen a un patrón muy semejante al de la ira y que demuestran la misma tendencia a dejar paso a una rápida recuperación estabilizadora. De forma similar, disminuyen los temores, aflicciones y angustias de épocas más tempranas. La versatilidad misma de sus sentimientos le sirve como salvaguarda para la conversación de sus cualidades amables de satisfacción consigo mismo, camaradería y displicencia. A medida que transcurre el tiempo, es probable que sus problemas emocionales se hagan más intensos. Entre tanto, si tuviera conciencia de sí mismo, se sentiría agradecido del equilibrio evolutivo que le fortalece contra los impactos del futuro.
Pese a que Diez revela una satisfacción característica y cierta displicencia en su comportamiento, no se muestra en modo alguno indiferente a las responsabilidades morales. En las cuestiones de conciencia es bastante concreto: se percata con más facilidad de lo que está mal que de lo que está bien.
(…)
Si se le pide que formule una preferencia o que elija entre dos alternativas, se encogerá en hombros diciendo: <
>, <<…podría ser mejor o podría ser peor>>. No es dogmático, sino indiferente. En sus juicios tiende a mostrarse liberal. El encogimiento de hombros es característico. Esto parecería sugerir que se halla dispuesto a llevar la carga de sus obligaciones sobre cualquiera de los dos hombros. No es de carácter evasivo, sino tolerante. Con un encogimiento de hombros apropiado en el momento oportuno puede hacer rechazar una crítica. Es ésta, también, una expresión característica de su disposición habitual.

Los subrayados son nuestros.

(Tomado de Gesell, Arnold. El niño de 9 a 10 años. Paidós / Guías para padres. Barcelona, 2000).

Arnold Gesell (E.E.U.U. 1880-1961)

Recomendamos “El niño de 11 años” de Arnold Gesell como una importante lectura para padres de familia y profesores en la intención de recoger y proponer diversos argumentos para el mejor conocimiento de las características de cada edad.

El psicólogo Gesell (EE.UU. 1880-1961) es reconocido como uno de los más importantes especialistas en el estudio del desarrollo infantil, al que le dedicó toda su vida. Fundó para tal efecto la Yale Clinic of Child Development, institución que se conoce hoy como Gesell Institute of Child Development.

Los estudios comprendidos en la serie ‘El niño de…’ son resultado de más de 20 años de investigaciones y observaciones apoyadas en entrevistas, fotografías, videos y otras técnicas que permitieron la clasificación de actitudes, movimientos y comportamientos de los niños de diferentes edades, y que en la actualidad son considerados como una obra clásica y un punto de referencia obligado en el área del desarrollo humano.

Hay que tener en cuenta, por supuesto, las limitaciones implícitas en toda generalización, que el autor mismo no olvida señalar, por cuanto es indispensable dejar un margen amplio para las diferencias y las condiciones individuales, por un lado, y para las condiciones derivadas del desarrollo de cada género, por otro. De la misma manera conviene reconocer que la población infantil estudiada corresponde a un tiempo y un espacio determinados, en este caso a niños estadounidenses de la primera mitad del siglo XX. Es mejor, en consecuencia, abordar este tipo de lecturas bajo el presupuesto de que todas las niñas y los niños son únicos, irrepetibles y diferentes. Pero al mismo tiempo es importante reconocer sus características generales -que las hay- a la manera de un conjunto intersección que señala los rasgos comunes de madurez y comportamiento, bajo un esquema que presenta, en cada libro: características motrices, higiene personal, expresión emocional, temores y sueños, personalidad y sexo, relaciones interpersonales, juegos y pasatiempos, vida escolar, sentido ético e imagen del mundo.

Como un punto de referencia, válido entre otros, presentamos apartes del capítulo Perfil de madurez, para que sirva como aperitivo de futuras lecturas sobre temas del desarrollo humano tan pertinentes y urgentes para padres y maestros. (Nota del Claustro)

Perfil de madurez (apartes)

En sus mejores momentos, Diez presenta un cuadro tan amplio y completo de equilibrio que parece ser un producto terminado de la naturaleza. En cierta medida, esto es cierto, pues a los diez años la infancia alcanza una suerte de consumación.
Pero muy pronto nuevas fuerzas del crecimiento imponen su energía creadora y la infancia de paso a nuevas evoluciones que se conocen con el nombre de adolescencia. Los once años señalan indudablemente el comienzo de la adolescencia, pues traen consigo una cantidad de síntomas del proceso del crecimiento que en el curso de otra década colocará al niño en las fronteras de la madurez. ¿Cuáles son estos indicios? Son nuevos patrones y nuevas formas intensas de conducta. El antes complaciente niño de diez años comienza a manifestar formas desusadas de afirmación de su personalidad, de curiosidad y de sociabilidad. Es inquieto, investigador charlatán. Se mueve y retuerce permanentemente. No le molesta el reposo, pero le gusta andar siempre de un lado a otro. Tiene un hambre voraz y constante. A la par de este enorme apetito de alimentos marcha su apetito de nuevas experiencias. Cada vez formula más preguntas sobre los adultos, pues de día en día se va pareciendo más y más a ellos, y no está lejano el tiempo en que él mismo será uno de ellos. Actualmente los examina con mirada más penetrante; incluso puede llegar a imitarlos mímicamente para profundizar su comprensión. No le gusta estar solo y acude a toda suerte de recursos y artificios para explorar las relaciones interpersonales con sus padres y camaradas.
(…)
La vida emocional de Once presenta frecuentes picos de gran intensidad. En poquísimo tiempo puede ser víctima de un fuerte ataque de cólera. Está sujeto a estallidos de risa y a estados de ánimo variables. Los distintos humores vienen y se van a ráfagas y algunas veces obedeciendo a un ritmo cotidiano: soñoliento y gruñón por la mañana, y alegre y vivaz por la tarde; pero otras veces alterna días buenos con días sombríos. El mal humor puede aparecer cuando hay demasiado que hacer y poco tiempo para jugar o para dormir. Sus emociones se levantan con rápidos crescendos; su voz también sube con premura, pues a veces llega a gritar con tal intensidad que obliga a los demás a alzar la voz en forma equivalente: frecuentemente se le ve atravesar las habitaciones como un remolino, profiriendo amenazas; estos exabruptos exigen una mano firme y habilidosa. Si se les encara con demasiada sensibilidad o indulgencia pueden provocar constante irritación.

Estos tipos de conducta reflejan concretamente la inmadurez de las nuevas evoluciones emocionales que actualmente pasan por las etapas iniciales. Después de todo, hay una indudable inocencia e ingenuidad en todas las reacciones emocionales de la mayor parte de los niños de once años. Si reconocemos la realidad de esta cualidad, lograremos disminuir considerablemente la consiguiente irritación que puede provocar. Del mismo modo, podremos aceptar sus ardores y entusiasmos, aun cuando no se hallen modulados. Sus ataques de cólera no son regresiones a los berrinches preescolares. No se trata de un retroceso a un nivel cronológico anterior, sino de nuevos patrones emocionales en vías de desarrollo. Son fenómenos del crecimiento que tiene su origen primero dentro del organismo y no en los patrones culturales.

En verdad, el organismo se halla en pleno proceso de transformación, y ésta no se limita al aumento de la altura y el peso, sino que también implica el sistema de acción total del niño. Incluso las funciones fisiológicas, como el control térmico, pierden regularidad. Once suele sentir demasiado calor o demasiado frió, fluctuando siempre entre los extremos. Además, se fatiga con facilidad. Ésos no son signos de simple debilidad física, sino que forman parte del proceso omnicomprensivo de la reorganización evolutiva que abarca su conducta total.

Para apreciar la esencia constructiva de estos rasgos de conducta ricamente diversificados, debemos considerarlos en función del crecimiento intrínseco. Incluso su negatividad, su tendencia a importunar, su espíritu contradictorio, desempeñan una función positiva para facilitarle la penetración en la realidad. Su exuberancia, su libre curiosidad, su amistad extravertida también reflejan los nuevos fermentos de su organismo en transformación.

Por todos estos hechos es algo más que un precursor de la adolescencia. Ya es, por su conformación general, un adolescente. Para trazarnos un cuadro más concreto de los rasgos de madurez de Once no tenemos más que observar las formas características en que encara las diversas situaciones de la vida en el hogar, la escuela, y en el radio más amplio de la comunidad.
(…)
El hecho de que donde mejor se porta Once sea por lo general, fuera de la casa no debe ser desacreditado. Por lo menos demuestra una cierta posibilidad… En realidad, aun cuando se lo catalogue como el instigador de todos los alborotos familiares, experimenta fuertes sentimientos de apego y lealtad hacia su familia. Nosotros le hemos oído decir a un niño de once años: “ Yo soy una persona libre. ¿Por qué voy hacer lo que quieren mis padres? ”. Pero nada le gusta más que hallarse en el seno de su familia cuando las cosas no marchan bien. De ningún modo se debe creer que busca el aislamiento. Si tiene la fortuna de poseer una habitación para él solo, no se encierra en ella. Más bien tiende a gravitar hacia el grupo familiar, como si éste le atrajese irresistiblemente. Es muy posible que le riñan si reitera sus insistentes interrupciones, pero al mismo tiempo es quien da más vida al grupo, porque indudablemente posee un talento inigualable para la alegría y la risa. Para bien o para mal, siempre conviene tenerlo cerca. En sus afanes y en la inexperta sencillez de su conducta puede no tener la menor conciencia del grado en que interfiere en la suave armonía familiar. Debe recordarse siempre que le gusta pertenecer a su familia, así como también tener parientes, incluyendo abuelas y abuelos.
Gran parte de la ineptitud de su conducta puede imputarse a la simple inexperiencia en la realización de ajustes interpersonales dentro de una cultura que va cambiando junto con él. Las disputas con los hermanos, la rebeldía contra los padres y la resistencia a cumplir las tareas encomendadas constituyen, en gran parte, simples manifestaciones de la temprana afirmación de su personalidad adolescente y de su creciente absorción en sí.

Once prefiere contradecir a responder. A medida que madure tendrá que poner ambos impulsos en equilibrio. Pero por ahora tiende a presentar el desafió de su resistencia a fin de provocar respuestas que obren a modo de palanca en su actitud negativa. No se trata aquí de malicia premeditada o simple obstinación. Es más bien un recurso evolutivo de que se sirve el niño, a menudo torpemente, para definir su propio estado y el de los demás. Ya a los once años los hijos comienzan a ver a los padres como individuos independientes, cuya personalidad se refleja en la conducta.
(…)

La adecuación a la escuela es, en cierto modo, más simple y suave que la adecuación al hogar. En la escuela Once no tiene que rivalizar con hermanos, padres y parientes, ni debe ejecutar tareas domésticas. Le gusta reunirse con sus compañeros y confundirse y competir con ellos. Se muestra sensible a la dinámica del grupo, pero no está necesariamente dominado por ella.

(…)
En la labor escolar Once revela una gran concentración, sobre todo cuando se trabaja en grupos distintos y el grupo rival está formado por niñas. Sus procesos intelectuales son fácticos y no muy académicos. Su manera de pensar es relativamente concreta y especifica. En consecuencia, todavía le gustan las historietas no escolares. Amigo de la acción, prefiere la televisión a la música. En la escuela, los datos que mejor aprende son los que se le enseñan bajo la forma de cuentos, donde una acción lleva inevitablemente a nuevas acciones. Es más ecléctico que reflexivo y presta menos atención a contextos y relaciones. Quizá se halle en vías de echar los cimientos para el ulterior pensar conceptual. En todo caso, su curiosidad es ilimitada tanto dentro como fuera de la escuela.
(…)
Las actividades extraescolares de Once son muy diversas y efímeras. Pasa gran parte de su tiempo en un continuo “vagabundeo” que satisface su inveterada tendencia a promover interacciones con sus compañeros de juego; así, fastidia, insulta, tiene breves peleas, hace farsas de hostilidad y de conciliación, y todo ello lo alterna con interludios de calurosa amistad. Esta especie de juego, con sus interminables variaciones, llena gran parte de su tiempo libre y contribuye indudablemente a la organización de la conducta social en pleno proceso madurativo; lo mismo vale para niños y niñas.
(…)
No es extraño que los padres se sientan confusos y desanimados en los momentos de más intenso desorden de la conducta de Once, que tanto contrasta con el agradable equilibrio de Diez. También los maestros se declaran a veces sorprendidos de la forma en que puede empeorar la conducta de sus alumnos, relativamente agradables en el aula, cuando se lanzan a la libertad interpersonal, sin inhibiciones, del recreo. Para interpretar la conducta de un dinámico niño de once años, con sus estallidos, sus paradójicas inconsecuencias y sus fluctuaciones, debemos mirarla con la perspectiva del ciclo evolutivo. Esta perspectiva no resuelve automáticamente los problemas inmediatos del trato, pero sí permite adoptar ciertas medidas de control más prudentes y optimistas.
Vistos con esta perspectiva, los once años se nos presentan como una época de transición y de iniciación. El organismo total, tanto fisiológica como psicológicamente, sufre una serie de minuciosas transformaciones. Las sutiles alteraciones de la química corporal y del crecimiento estructural del sistema nervioso, si bien ocultas a la vista, se nos manifiestan inequívocamente en las cambiantes formas y patrones de la conducta. Muchos de los cambios de la conducta sobrevienen de manera tan gradual que se nos pasan inadvertidos; otros irrumpen de forma tan categórica que la cultura circundante reacciona con sorpresa. La exuberancia del crecimiento se expresa por síntomas tanto negativos como positivos. Pueden surgir ya los indicios de un talento en maduración. La individualidad se define cada vez más, tanto en los rasgos favorables como en los desfavorables.
(…)

La satisfacción, la autonomía y la libre reciprocidad del niño típico de diez años dan paso a los múltiples impulsos dinámicos que acabamos de reseñar, a saber: una nueva expansión en que se afirma la propia personalidad, un buscar incansable, un lanzarse a investigarlo todo; un orgullo y una susceptibilidad desconocidos en la defensa; un humor variable, desde las sombras hasta la alegría más luminosa; una continua alternativa de relámpagos de ira y de afecto; un agitarse activo y efervescente de la curiosidad; un anheloso identificarse con el hogar, la escuela y los amigos; un caer en profundas depresiones de desaliento, un elevarse a las cumbres de la ambición.
Todos éstos son rasgos de transición que señalan el alba de la adolescencia. La candidez, el ardor y la simple torpeza se combinan formando patrones que denotan un vigoroso proceso de crecimiento. Es esta una época optima para trabar relación con la psicología fundamental del desarrollo adolescente.
Un año después, los doce años tendrán que arrojar un rayo de luz sobre la lógica evolutiva de los rasgos de madurez de los once. La esencia constructiva del crecimiento tendrá que revelarse en el surgimiento de nuevos patrones de razonabilidad y responsabilidad que se hallaban latentes, y en parte a la vista, en la intensidad evolutiva de Once.

Los subrayados son nuestros.
(Tomado de Gesell, Arnold. El niño de 7 a 8 años. Paidós / Guías para padres. Barcelona, 2000).

Escrito por Naciones Unidas.

Estos derechos serán reconocidos a todos los niños sin excepción alguna ni distinción o discriminación por motivos de raza, color, sexo, idioma, religión, opiniones políticas o de otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento u otra condición, ya sea del propio niño o de su familia.

Principio 1. El niño disfrutará de todos los derechos enunciados en esta Declaración.

Principio 2. El niño gozará de una protección especial y dispondrá de oportunidades y servicios, dispensado todo ello por la ley y por otros medios, para que pueda desarrollarse física, mental, moral, espiritual y socialmente en forma saludable y normal, así como en condiciones de libertad y dignidad. Al promulgar leyes con este fin, la consideración fundamental a que se atenderá será el interés superior del niño.

Principio 3. El niño tiene derecho desde su nacimiento a un nombre y a una nacionalidad.

Principio 4. El niño debe gozar de los beneficios de la seguridad social. Tendrá derecho a crecer y desarrollarse en buena salud; con este fin deberán proporcionarse, tanto a él como a su madre, cuidados especiales, incluso atención prenatal y postnatal. El niño tendrá derecho a disfrutar de alimentación, vivienda, recreo y servicios médicos adecuados.

Principio 5. El niño física o mentalmente impedido o que sufra algún impedimento social debe recibir el tratamiento, la educación y el cuidado especiales que requiere su caso particular.

Principio 6. El niño, para el pleno y armonioso desarrollo de su personalidad, necesita amor y comprensión. Siempre que sea posible, deberá crecer al amparo y bajo la responsabilidad de sus padres y, en todo caso, en un ambiente de afecto y de seguridad moral y material; salvo circunstancias excepcionales, no deberá separarse al niño de corta edad de su madre.

La sociedad y las autoridades públicas tendrán la obligación de cuidar especialmente a los niños sin familia o que carezcan de medios adecuados de subsistencia. Para el mantenimiento de los hijos de familias numerosas conviene conceder subsidios estatales o de otra índole.

Principio 7. El niño tiene derecho a recibir educación, que será gratuita y obligatoria por lo menos en las etapas elementales. Se le dará una educación que favorezca su cultura general y le permita, en condiciones de igualdad de oportunidades, desarrollar sus aptitudes y su juicio individual, su sentido de responsabilidad moral y social, y llegar a ser un miembro útil de la sociedad.

El interés superior del niño debe ser el principio rector de quienes tienen la responsabilidad de su educación y orientación; dicha responsabilidad incumbe, en primer término, a sus padres. El niño debe disfrutar plenamente de juegos y recreaciones, los cuales deben estar orientados hacia los fines perseguidos por la educación; la sociedad y las autoridades públicas se esforzarán por promover el goce de este derecho.

Principio 8. El niño debe, en todas las circunstancias, figurar entre los primeros que reciban protección y socorro.

Principio 9. El niño debe ser protegido contra toda forma de abandono, crueldad y explotación. No será objeto de ningún tipo de trata. No deberá permitirse al niño trabajar antes de una edad mínima adecuada; en ningún caso se le dedicará ni se le permitirá que se dedique a ocupación o empleo alguno que pueda perjudicar su salud o su educación o impedir su desarrollo físico, mental o moral.

Principio 10. El niño debe ser protegido contra las práticas que puedan fomentar la discriminación racial, religiosa o de cualquier otra índole. Debe ser educado en un espíritu de comprensión, tolerancia, amistad entre los pueblos, paz y fraternidad universal, y con plena conciencia de que debe consagrar sus energías y aptitudes al servicio de sus semejantes.

Jorge Alejandro Medellín
Rector del Claustro hasta 2017.

Habitualmente se piensa, la misión de la educación no es enseñar y sus objetivos no se relacionan exclusivamente con la adquisición de conocimientos, por al menos dos razones: primero, porque la enseñanza se relaciona con la transmisión de la cultura, mientras que la pedagogía se relaciona con la tarea de acompañar los niños en su desarrollo. Y segundo, porque los conocimientos son variables, relativos, dinámicos, y sobretodo porque es más productivo contribuir al desarrollo de las capacidades de un niño, incluyendo en ellas la propia capacidad de aprender conocimientos, así como la capacidad de razonar, de comunicarse, de expresarse libremente, de soñar, de crear, de dudar, de asombrarse, de experimentar, y muy especialmente, de convivir en sociedad.

De esta manera, la misión de la educación es el desarrollo del niño. Pero no un tipo predeterminado de desarrollo humano, sino su propio y autónomo desarrollo. La educación, en consecuencia, no debe actuar solamente sobre la escuela, puesto que los niños no son solamente estudiantes: son fundamentalmente niños y como tales, individuos complejos, diversos, en diferentes estadios de su desarrollo humano. Su condición de estudiantes sólo puede dar cuenta de una de sus múltiples formas de relacionarse con el mundo que, si bien es importante, no es la única.

Para lo cual hay entender, primero, que el ser humano en su continua elaboración de mecanismos imprescindibles para la supervivencia de los grupos y de la especie, pone en marcha sistemas externos de transmisión para garantizar la pervivencia en las nuevas generaciones de sus conquistas históricas (Sacristán y Pérez Gómez 1995); segundo, que cada generación tiene que definir de nuevo la naturaleza, la orientación y los objetivos de la educación para asegurarse que la generación siguiente pueda disfrutar de la mayor libertad y racionalidad posibles. Esto obedece a que tanto las circunstancias como los conocimientos de cada nueva generación, sufren cambios que imponen limitaciones y proporcionan nuevas oportunidades a los maestros. En este sentido, la educación se halla en continuo proceso de invención. (Bruner, 1984).

Una y otra evidencias sólo podrán considerarse y armonizarse plenamente, cuando una sociedad destine y diseñe sus instrumentos, artefactos, costumbres, instituciones, normas, códigos de comunicación y convivencia, hacia la tarea de potencializar las capacidades que sus niños tienen dentro de sí, para que puedan ser artífices de sus propia vidas.

En consecuencia, la educación no es solamente responsabilidad de la escuela, puesto que es ésta una de las instituciones sociales encargadas del desarrollo de los niños, pero no la única. Inclusive, la escuela ha perdido su sentido, su papel y su función, puesto que las circunstancias y los conocimientos de las nuevas generaciones han impuesto como nunca un ritmo acelerado de cambios, que resulta hoy imprescindible comprender e interpretar.

Por ejemplo, el conflicto generacional entre lo necesario y lo deseable, entre lo vigente y lo válido, entre lo urgente y lo importante, se desarrolla cada vez más alrededor de lo que cada quien posee o es capaz de apropiarse, es decir, del consumo, lo que a su vez genera un paulatino pero incesante desdibujamiento de la oposición entre lo propio y lo ajeno.

Vivimos un tiempo de fracturas y heterogeneidad, de segmentaciones dentro de cada nación y de comunidades fluidas con la lógica transnacional de la información, de la moda y del saber. En medio de esa heterogeneidad encontramos códigos que nos unifican, o que al menos permiten que nos relacionemos y nos comprendamos. Pero esos códigos compartidos son cada vez menos los de la etnia, la clase o la nación en la que nacimos. Esas viejas unidades, en la medida en que subsisten, parecen reformularse como pactos móviles de lectura de los bienes y los mensajes. Una nación, por ejemplo, se define poco a esta altura por los límites territoriales o por su historia política.. Más bien sobrevive como una comunidad interpretativa de consumidores, cuyos hábitos tradicionales -alimentarios, lingüísticos- los llevan a relacionarse de un modo peculiar con los objetos y la información circulante en las redes internacionales. (García Canclini, 1995, 50).

En el fondo, subsisten y se renuevan todas las desigualdades internacionales que se tomaron inmunes a la superación y a los cambios de las tensiones mundiales. El cine, la radio, el comercio, la música, la televisión, la moda, privilegian cada vez con mayor desenfreno la información, las costumbres y los entretenimientos que provienen de los países desarrollados. La representación de la diversidad de las culturas nacionales es baja en todas nuestras naciones, y menos espacio se concede aún a los demás países latinoamericanos.

Resulta entonces fundamental, que al reconocer la reestructuración del peso de lo local, surja lo nacional y lo global, como bien lo expresa García Canclini (1995), otro modo cultural de hacer política y otro tipo de políticas culturales pero sin duda deberá surgir también otro modo de pensar la educación, entre otras cosas, para aumentar la capacidad de autogestión de un continente que, como el latinoamericano, cuenta con una población que supera el 8.3% de la población mundial, mientras sólo contribuye con el 4.3% de los trabajos en investigación y desarrollo, y participa únicamente del 1.3% de los recursos gastados mundialmente en este campo.[1]

Para lo cual, de nuevo se propone fortalecer la autonomía y la capacidad de autogestión individual, la productividad inteligente, la creatividad humana.[2] Se propone, en consecuencia, la construcción de una relación permanente entre educación y sensibilidad, como una fuente dinámica para el estímulo, el impulso y el afianzamiento del desarrollo humano.

Surge, entonces, la pregunta de si es posible la formación de individuos únicos y no iguales; individuos capaces de expresar su singularidad, es decir, de expresar sus propias formas de sentir, de ver, de oír, de actuar, de pensar, de inventar. Frente a lo cual la formación de la sensibilidad junto con las diversas estructuras mentales que abarca, adquiere como nunca antes enorme significación.

Porque en la formación de la sensibilidad no sólo no se privilegia al pensamiento operativo concreto y formal, sino que además se tienen en cuenta otras formas de pensamiento más versátiles en su relación con el medio. No se privilegia la lógica como esencia de la formación del pensamiento, sino que se propone el cultivo de la expresión (que consiste en la capacidad de hacer sonidos, imágenes, movimientos, herramientas y utensilios) y de la intuición, la percepción y la reflexión como recursos psicopedagógicos fundamentales en la formación del pensamiento.

Aparentemente las personas están educadas de modo tal que su principal interés radica en lo que acontece en el mundo en tales o cuales circunstancias. Pero la velocidad, la complejidad y la solidez del razonamiento de los individuos parece ser más una función de su familiaridad con los materiales que procesan y de la organización de éstos últimos, y menos una función de una capacidad especial de la persona que razona. Así es como existen apreciables diferencias en el razonamiento de una persona según el tema de que se trate, pese a que desde un punto de vista formal todos los temas pueden exigirle el mismo grado de pericia lógica y aún la misma aplicación de principios lógicos. (Gardner, 1988,397)

Potencializar las capacidades que el ser humano lleva dentro de sí implica, así, ofrecerle la opción de desarrollar su propia inteligencia, su singularidad, su particular y única forma de transformar diversas clases de símbolos y sistemas de símbolos, para que pueda descubrir y no sólo resolver problemas, comprender y no sólo repetir conceptos, y abordar aquellas tareas que podrían describirse solamente en función de respuestas correctas y erróneas, con una realización que podría igualmente producirse en diversas direcciones.

Se deduce, por tanto, que cualquier sistema general de educación debe ser suficientemente flexible para atender las necesidades especiales de los diversos tipos de niño. Sólo que esas necesidades no pueden conocerse más que observando sus modos de expresión libre, para lo cual se impone la necesidad de desarrollar procesos sobre los cuales se basan la inteligencia, la conciencia y el juicio del individuo humano.

De otra manera no será posible establecer una relación armoniosa y habitual con los demás, con los semejantes, con el mundo exterior, o aceptar que la inteligencia no se determina por un parámetro único de desarrollo lógico universal, sino mediante la interiorización de herramientas proporcionadas por una cultura determinada.

Se propone, finalmente, construir una relación entre educación y convivencia: una educación que pase por la constante y rica expresión de sus interlocutores para que no siga empantanada en los viejos moldes de la respuesta esperada y de los objetivos sin sentido (Prieto Castillo, 1991). Todo aprendizaje es un interaprendizaje, que resulta imposible cuando se parte de la descalificación de los otros. Es imposible aprender de alguien en quien no se cree. La violencia, la intolerancia, la represión, resultan tanto de factores económicos como de factores educativos. Las diferencias se reconocen o se desconocen, se aceptan o se rechazan, se aprovechan o se reprimen. La educación tiene la palabra.

La segunda razón se apoya en que, tal como lo afirma Juan Delval, el desarrollo intelectual se produce con independencia a la escuela y no por simple maduración, por el paso del tiempo o por el crecimiento, sino que es el resultado de un larguísimo trabajo de construcción que se realiza cada día, a cada minuto, en todos los intercambios que el niño realiza con el medio (Delval, 1991). No puede negarse, sin embargo, que al asistir a la escuela el ser humano se pone en contacto con un mundo de relaciones y de conocimientos que pueden proporcionar experiencias útiles. En la escuela se realizan actividades que no se hacen fuera de ella y a las que no tienen acceso quienes no asisten a ella, pero todo lo que la escuela pretende enseñar no constituye el único modo de favorecer el desarrollo intelectual, porque éste se produce tanto dentro como fuera de ella, pero sobretodo con independiencia de lo que se enseña. No es posible afirmar, para expresarlo en otros términos, que quienes no asisten a la escuela son irremediablemente estúpidos, porque sólo en ella se produce el desarrollo intelectual.

La escuela, además, ya está inventada. Su función es lo que se discute, no su necesidad. Su utilidad, no su vigencia. Puede ser, por ejemplo, un mal necesario. Un mecanismo inventado por la sociedad para que sus ciudadanos puedan acreditar un oficio, mostrar públicamente su capacidad de leer y escribir y mantener, así, un empleo, o como bien dice Gardner, un vehículo para determinar quién recíbirá los premios que la sociedad puede repartir (Gardner, 1993).

Puede ser, también, un sitio donde se cuida niños, a la manera de un parqueadero, mientras sus padres trabajan, o un sitio donde se aprende aquella parte del conocimiento acumulado de toda la historia de la humanidad que alguien (como por ejemplo un gobierno o un ministro, o un consejo de profesores) ha seleccionado para que la juventud se aprenda de memoria.

Pero la escuela puede ser más bien, un centro de desarrollo, un espacio donde se generan ambientes para el aprendizaje, donde se potencializan las capacidades que los niños tienen ya dentro de sí, donde la expresividad y la creatividad estimuladas enriquecen la comunicación entre las personas y sus argumentos éticos y estéticos, donde la observación, la duda, el asombro y la experimentación se constituyen en intermediarios entre el niño y las ciencias, donde las reglas de convivencia garantizan la solidaridad, la cooperación, la no discriminación, el respeto a la vida, a los derechos humanos y los derechos de la naturaleza, todo lo cual supone y por qué no decirlo, exige una concepción de escuela bien distinta a la habitual.

En otras palabras, si la escuela produce siempre una imagen con una concepción estática del tiempo y del espacio, una imagen tradicional ajustada a lo que siempre se ha venido considerando como escuela (aulas cuadradas con pupitres orientados en una sola dirección, tablero, tarima y tiza (o marcadores); profesores que sólo enseñan, estudiantes que sólo aprenden -en el mejor de los casos-; horarios de 45 o 60 minutos, siete u ocho clases diarias, evaluación periódica del conocimiento enseñado, etc.) será imposible emprender la tarea del desarrollo humano.

Es necesario, por tanto, despojarse de la gran mayoría de las imágenes tradicionales que conforman el concepto de escuela, para poder garantizar un adecuado equilibrio entre lo que el niño quiere, puede y debe hacer.

Porque un régimen ininterrumpido de escolarización tradicional acaba formando un grupo de personas que son diferentes de aquéllas que no han asistido a la escuela. Después de todo ¿cómo no admitir la influencia que ejerce sobre los alumnos que pasan horas cada día durante toda su infancia sentados sin hacer ruido en una clase, prestando atención a un adulto con el que no tiene relación familiar, leyendo libros sobre temas exóticos, redactando lo que se les manda y haciendo exámenes de los que creen que depende su futuro? (Gardner, 1989)

Muy probablemente en el origen de este problema está el hecho de que la escuela tal como se concibe hoy no se parece a la vida, porque se concentra solamente en un conocimiento académico que a su vez se apoya en la evaluación de problemas arbitrarios que un niño tiene poco interés o motivación intrínsecos para responder, y los resultados conseguidos con esos instrumentos tienen poco poder predictivo para resultados que se dan fuera del entorno escolar. (Neisser, 1991)

Dicho de otra forma, cuando la enseñanza que se proporciona en la escuela es una enseñanza muerta, de escaso interés para el niño, que no se adapta a sus necesidades y que en la mayor parte de los casos no tiene en cuenta su desarrollo intelectual, la escuela y la vida son dos cosas considerablemente alejadas. Muy por el contrario, cuando el niño tiene que formar sus propios conocimientos a partir de sus estructuras intelectuales y sus conocimientos anteriores y gracias a su interacción con la cosas y con los otros compañeros y adultos, es muy probable que logremos aproximar la vida a la escuela y conseguir que dentro de ella existan posibilidades de aprender y de desarrollarse tanto como fuera de ella y que ofrezca condiciones particularmente favorables para hacerlo.

Sin embargo, es conveniente hacer énfasis en que un concepto de escuela ideal no admite ni fórmulas, ni unicidad. No existe, afortunadamente, una escuela ideal, como no existe una pedagogía de molde. Ni siquiera lo que se ha hecho en el pasado sirve de esquema a reproducir. La pedagogía, asociada a la voluntad de saber, tiene la obligación de crear o expresar cotidianamente (Vargas Guillen, 1986).

Además, hay que preguntarse, si el concepto de escuela ideal es el mismo para todas las épocas o para todos los lugares, o si lo que puede resultar ideal para una comunidad en una época o región determinada puede no serio en otras. Porque aún dentro de una escuela deberían coexistir variados modelos en el entendido de que es inútil, evidentemente inútil, obligar a los niños de todas las edades a adaptarse a un modelo único de escuela, porque junto con el cambio de edad, cambian las capacidades, la motivación, los intereses, las aspiraciones, los sueños y las expectativas, las exigencias, las responsabilidades y los problemas.

Por todo esto hay que tener muy presente que la escuela es un escenario permanente de conflictos. Lo que tiene lugar en ella es el resultado de un proceso de negociación informal que se sitúa en algún lugar intermedio entre lo que el profesor o la institución escolar quieren que los alumnos hagan y lo que éstos están dispuestos a hacer. (Fernández Enguita (1990).

[1] García Canclini (1995, 160). Otra fuente nos indica que aún cuando el tercer mundo representa el 77% de la población mundial, sólo contribuye con el 15% del PIB y posee un mero 6% de los científicos del mundo. Los países desarrollados, con el 23% de la población humana, lideran los sistemas de mercado, controlan la generación, transferencia y comercialización de la tecnología y fomentan la innovación científica. Sólo en 1% de los científicos del mundo son latinoamericanos, y de éstos, sólo el 1% son colombianos. (Llinás, 1994, 35).

[2] Sólo con la educación y con las posibilidades de realización individual y de los grupos sociales que ofrecen el conocimiento y la construcción de la cultura, podremos aclimatar la paz y asegurarla capacidad de vernos como ciudadanos del mundo, partícipes de un cambio cultural amplio y sutil. (Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo, 1994).

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