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  2. PEI
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  4. Fundamentos


Probablemente no exista un tema de mayor recurrencia en la actualidad como el de los valores. Es muy común escuchar la afirmación de que la principal causa de las crisis contemporáneas es la falta de valores, aun cuando al mencionarlos se esté hablando indiscriminadamente de moral, ética, normatividad o reglamento.

Resulta conveniente, por tanto, hacer algunas precisiones: se entiende por moral el conjunto de comportamientos y normas que la sociedad acepta como válidos. Ética es la reflexión de por qué se consideran válidos y la comparación con otras morales que tienen otras personas o sociedades; qué hacer es un asunto de moral, por qué es un asunto de ética. Para qué la moral es un asunto de ética; en consecuencia, el problema de la ética es básicamente filosófico (por cuanto es tarea de la filosofía en el ámbito social discernir entre lo puramente vigente y lo racionalmente válido).

Por su parte, los valores constituyen el fundamento principal de la acción social. Un valor social es una forma de ser, de pensar y de actuar de la sociedad y los individuos que la componen, como sustento en función del cual se organizan los comportamientos. En los valores se define la significación o importancia de una norma o de una regla para una sociedad o persona determinadas. En el concepto de valor se encuentran implícitas las prioridades de una sociedad, comunidad o persona para su supervivencia.

Pongamos un ejemplo: ninguno de nosotros quiere que nuestros hijos/as sucumban a las drogas, a conductas deshonestas o a acciones crueles o antisociales; y todos queremos que nuestros hijos/as aprueben la justicia, acepten la autoridad legítima, se preocupen de las necesidades de otros y asuman sus propias responsabilidades en una sociedad democrática. Dentro de este contexto, hay cantidad de cosas sobre las que podemos discutir, pero también hay muchas otras sobre las que podemos estar de acuerdo (..) sin ambigüedad ni duda alguna. (Damon, 1988).

Aprobar la justicia, aceptar la autoridad legítima, preocuparse por necesidades de otros y asumir responsabilidades, se relaciona con las reglas morales. Su sentido, justificación y explicación se relaciona con la ética. Su pertinencia para una sociedad o persona determinadas se relaciona con los valores. Dicho de otra forma, los valores determinan la pertinencia, la significación y el alcance de determinadas reglas morales para una sociedad o para una persona determinadas. Establecen aquellas reglas morales a las que una comunidad o persona les dan valor.

El tema de los valores, sin embargo, no es tan sencillo: por un lado, esas reglas morales no vienen dadas de una forma innata y por tanto es preciso aprenderlas; por otro, los valores no son propiedades de las cosas o de las acciones, sino que dependen de una relación con alguien que valora; además, no todos los valores se relacionan con la moral. Algunos tienen que ver más bien con la estética; por último, el problema de establecer una jerarquía de reglas morales, es decir, de valorar unas más que otras, varía de sociedad en sociedad, de manera que en una se puede valorar más el respeto y la sumisión mientras que en otra más la bondad, la solidaridad o la justicia.

Dos dificultades adicionales: primera: los valores pueden estar determinados por las relaciones económicas y la distribución de la riqueza y del poder en una sociedad determinada; segunda: como vivimos en sociedades que cambian con bastante rapidez, las valoraciones se van modificando y las nuevas coexisten con las antiguas. Eso produce también conflictos con las generaciones, pues los mayores están apegados a sus viejos valores y tratan de mantenerlos, resistiéndose a los cambios, mientras que los jóvenes tratan de imponer nuevos valores, a veces opuestos a aquéllos. (Delval y Enesco, 1994, 61).

Actualmente existe la impresión -muy generalizada, por cierto- de que en los últimos años los valores han entrado en crisis. Sin embargo, lo que puede más bien estar sucediendo es que en épocas de crisis se manifiesta con mayor intensidad la preocupación -y la confusión- por los problemas morales, éticos y valorativos. Porque las épocas de crisis pueden explicarse por la distancia que se genera entre nuevas circunstancias de una sociedad y las reglas morales que ha valorado, de tal manera que al dejar éstas de funcionar como lo habían hecho hasta ese momento, es preciso encontrar otras que las reemplacen y que se adecuen mejor a las nuevas circunstancias.

De forma similar, es frecuente escuchar que la crisis de la sociedad contemporánea se debe a la falta de autoridad (lo cual es también probable, especialmente en sociedades en las cuales la formación del Estado precedió a la consolidación de la sociedad civil). La delincuencia juvenil, la droga, los embarazos en adolescentes, los abortos, la impunidad, el divorcio, la desestabilización de la familia, la agresividad y el bajo rendimiento escolar, para no citar más ejemplos, se explican entonces por un fracaso en la transmisión de valores y por la pérdida de respeto a la autoridad concreta del padre, del maestro o del policía, o a la autoridad abstracta de la familia, la escuela, la justicia o el Estado. Pero también existen otras razones. Veamos algunas de ellas:

LA TRANSMISIÓN DE VALORES: es muy difícil encontrar argumentos contra la importancia de la transmisión de valores de generación en generación. La supervivencia de una sociedad, en muchos aspectos, depende de ello. Pero igualmente es muy difícil defender la transmisión de valores tal como se ha venido haciendo tradicionalmente.

El ser humano no ha sido dotado biológicamente de una moral y unos valores determinados, pero sí de la capacidad de adquirirlos. Puede que posea una disposición innata para ello, pero necesita también que le ayuden durante el largo período de su infancia -e incluso en períodos posteriores- de tal manera que el medio social es como una segunda matriz en la que los humanos se desarrollan y que les resulta tan necesaria como el útero materno. (Delval, 1994). La transmisión de valores es, así, una tarea de carácter social y, en consecuencia, supone unos agentes especiales encargados de la transmisión, como la sociedad misma, la familia, los medios de comunicación y la escuela. Y si bien es cierto a esta ultima se le puedan achacar las mayores responsabilidades de transmisión -y por lo mismo de fracaso- es indudable que los demás agentes -llamados también de socialización- ejercen una influencia mayúscula en la transmisión de valores.

En efecto, en cada hogar existen determinadas técnicas para comunicar las reglas morales a las que se les concede mayor valor, medios para hacerlas cumplir, castigos o sanciones frente al incumplimiento, etc. Este conjunto de técnicas y medios influye notablemente en la forma en que los niños asumen las normas y valores sociales transmitidos por sus padres, mucho antes de que los niños puedan ver televisión o ingresar a una escuela. De esta manera, la escuela se enfrenta a una concepción moral y a un determinado tipo de valores desde el primer momento en que recibe a un niño, y al mismo tiempo se enfrenta a tantas concepciones morales y tipos de valores como familias con las cuales se relaciona.

Se puede afirmar, por ejemplo, que los niños que provienen de familias excesivamente autoritarias y punitivas, en las que las normas son rígidas y no se explicitan de modo directo, suelen ser niños que desarrollan una escasa autonomía y un débil sentido de la responsabilidad. Paradójicamente, resultados parecidos se encuentran con niños cuyas familias ejercen poco o ningún control sobre la conducta de sus hijos, no explicitan ninguna forma de convivencia y, más bien, tienden a sobreprotegerlos. Estos niños suelen desarrollar poca confianza en sí mismos, un escaso autocontrol y poca autonomía y responsabilidad social (Delval y Enesco, 1994). Los casos más complejos, sin embargo, son los de aquellos niños que se enfrentan un padre muy autoritario y una madre muy permisiva (o viceversa), a una escuela muy autoritaria y unos padres muy permisivos (o viceversa) o bien a una escuela o unos padres a veces muy autoritarios y a veces muy permisivos. Cuando las reglas del juego, las normas y su valoración no son claras y coherentes, las crisis individuales denominadas ‘de la adolescencia’ y las crisis sociales se expresan con gran violencia y esto es algo muy frecuente, por cuanto ninguna familia utiliza un único medio para garantizar la obediencia de sus hijos, ni ninguna puede ser totalmente coherente en su aplicación de las normas.

El estilo en que los padres, la escuela, los medios de comunicación masivos y la sociedad expresan y sancionan las normas sociales es una forma de comunicarle a los niños las conductas deseables e indeseables, es decir, de transmitirles sus valores. Pero además del estilo, interviene en esta tarea el método, es decir, la manera más o menos sistemática como se asume esa transmisión, que en las familias a nadie se le ocurre reglamentar, señalar por escrito y distribuir o pegar en las paredes de la casa y que en los colegios se convierte en reglamento estudiantil, manual de convivencia o como quiera denominársele, en una suerte de combinación de reglas morales y jurídicas.[1]

ESTUDIOS SOBRE EL DESARROLLO DE LA MORAL: algunos autores han estudiado las maneras como se ha desarrollado la moral en las personas. Para Freud, el proceso de hacer propias las reglas morales depende más de la esencia de los sentimientos de culpa que se generan en la persona cuando viola una norma y menos de la reflexión que se va generando con el paso de los años sobre ellas. Subyace una especie de miedo a las represalias, que dependen a su vez de la magnitud y el alcance de las expectativas que sobre el comportamiento de las personas -y especialmente de los niños- se hacen los adultos que detentan una autoridad especial.

Para Piaget, la fuente de la moralidad infantil es doble: por un lado están las normas adultas a las cuales los niños adecúan su conducta y sus relaciones sociales en la familia, la escuela y la sociedad en general y que con el paso de los años empiezan a reflexionar y a ponerlas en duda; por otro lado están las normas que los niños establecen para regular sus relaciones y sus intercambios entre iguales. Gracias a éstas, que no implican el sometimiento a autoridad alguna, tienen los niños la oportunidad de participar en relaciones de igualdad, de reciprocidad y justicia. De esta manera, coexisten dos tipos de moral: la moral autónoma, generada en los intercambios entre iguales y cuya fuente primordial es la reciprocidad, y la moral heterónoma, establecida mediante la presión de los adultos y en los intercambios entre desiguales. Su fuente primordial suele ser la autoridad. Estas morales, a pesar de que encuentren determinadas edades en las cuales una se manifieste más que otra, permanecen vigentes en todas las personas.

De esta manera, Piaget establece tres fases evolutivas en el desarrollo moral: la primera, correspondiente a un momento en que la persona es aún pre-moral, es decir que carece de todo sentido de obligación hacia reglas sociales; la segunda, de heteronomía, en la que el sentido de lo moral es la obediencia literal a las normas y una relación de obligación sumisa al poder; la tercera, de autonomía, en la que la obligación está basada en relaciones de reciprocidad e intercambio.

Por su parte, Kohlberg desarrolló una teoría sobre el juicio moral según la cual existen básicamente tres estadios o niveles: i) preconvencional, en el que la moralidad está gobernada por reglas externas y en consecuencia la moral se orienta hacia el castigo y la obediencia; ii) convencional, en el que la base de la moralidad es la conformidad con las normas sociales y su orientación el mantenimiento del orden social; iii) postconvencional, en el cual la moralidad se determina mediante principios y valores universales que permiten examinar críticamente la moral de la sociedad propia, y en el que la moral se orienta hacia el principio ético universal. (Kohlberg, 1976).

Adicionalmente, Miguel de Zubiría establece tres tipos de valores en el desarrollo del pensamiento moral -que denomina sistema valorativo- y que explica en una nota extensa que vale la pena reproducir. Estos valores son los intrafamiliares, los interpersonales y los transpersonales:

Los valores intrafamiliares se encuentran limitados a operaciones valorativas que abarcan sólo al conjunto de personas y relaciones sociales próximas. (Valores intrafamiliares).

El desenvolvimiento del pensamiento y el ingreso a la vida escolar propiamente dicha, entre los principales factores, expanden el campo valorativo hacia un grupo novedoso de individuos: maestros, compañeros, etc., y de relaciones sociales: intercambio económico, escuela, barrio, relaciones de autoridad, status, trabajo (…) permiten y a la vez exigen la superación de los anteriores esquemas valorativos binarios, dualistas e inestables, para iniciar la construcción de redes y ordenamientos acordes con la complejidad de larealidad (Valores Interpersonales).

El tránsito al pensamiento hipotético, la construcción de utopías, la entrada a la secundaria, el desplazamiento hacia lo posible y, en general, la adolescencia, extienden definitivamente el ámbito experiencial: remontando al joven a distancias temporales históricas y a espacios sociales desconocidos, desde los cuales puede, al fin, colocar entre paréntesis lo real: la autoridad familiar, escolar, los rituales sociales, sexuales, en últimas la organización social como un todo (…) floreciendo la crítica. Las operaciones valorativas entran a juzgar ya no solo la bondad, justeza y adecuación de las acciones de los individuos, sino de las instituciones, los colectivos, partidos políticos, clases y en fin, a la ideología con sus múltiples determinantes históricos. Mediante la crítica y la autocrítica el adolescente habrá de optar por un sistema personal valorativo, jerarquizado, integrado y estable, o lo que es lo mismo, constituir una Axiología. La cual orientará y dirigirá el curso humano de su vida. (Valores Transpersonales). (De Zubiría Miguel, 1987).

Existe una diferencia de fundamento entre estos estudios: Piaget se basó en la observación de niños de seis a catorce años, Kohiberg lo hizo con niños, jóvenes y adultos de hasta casi cuarenta años y De Zubiría con personas de seis a treinta años. Existen otras diferencias importantes y, por supuesto, algunas preocupaciones derivadas de la aplicación universal de estos principios en países distintos y en niños y jóvenes de culturas diferentes a las de aquéllos que sirvieron para la construcción de las teorías.

Pero simultáneamente estos estudios (que por supuesto no son los únicos) arrojan unas conclusiones muy interesantes, que pueden ser objeto de generalizaciones: por ejemplo, que una moralidad avanzada exige una reflexión continua; que cuando las ideas, creencias y normas han sido impuestas de forma unilateral y coercitiva -sin oportunidad de participar en las decisiones o en la revisión de normas- las reacciones del adolescente frente a la autoridad e incluso frente a toda norma pueden llegar a ser muy negativas y hasta irracionales (Delval y Enesco, 1994); que la represión, con el sinnúmero de sus formas, es esencialmente el primero de los recursos extremistas y probablemente la vía más rápida hacia la violencia física y h agresión verbal, como explicable reacción de quien experimenta injusta y grave lesión de los derechos más vinculados a los atributos esenciales de la personalidad (Medellín, 1976); que al fomentar la capacidad de razonamiento moral en los niños se fomenta también el progreso de su conducta moral; que la educación debe promover la capacidad de los niños para reflexionar críticamente sobre las normas y, en general, sobre los asuntos morales; que la moral no se aprende por reglamentos, ni por leyes o por ordenanzas: es necesario dar instrumentos para que los niños puedan situarse frente a los problemas sociales y moverse en ellos; que, finalmente, la moral y la ética son en última instancia praxis y reflexión en relación a la pertinencia de las intenciones de las acciones humanas.

LOS VALORES, LA ESCUELA Y LA FAMILIA: todas las anteriores consideraciones no implican que el desarrollo moral y la transmisión de valores se apoyen en la ausencia de reglas, en la suspensión de lo moral, en la absoluta falta de autoridad o en que ésta deba transferírsele totalmente a los niños. Como ya se ha señalado, una situación tal genera tanta reacción y desconcierto como aquella en la cual las normas se enseñan por la fuerza y a las malas.

Más bien lo que implican es que durante la infancia y la adolescencia los niños desarrollan una inteligencia determinada, unos talentos especiales y unas capacidades para relacionarse con los demás y cooperar con ellos. Estas tareas fundamentales del desarrollo humano bien pueden estar determinadas genéticamente y formar parte de su herencia, pero también pueden y de alguna manera deben desarrollarse en la relación con los demás y en contacto con el mundo y su cultura. Porque los niños no son receptores pasivos de las influencias del ambiente: de muchas maneras seleccionan esas influencias, es decir, optan, deciden, escogen, en una operación fundamentalmente individual, que los convierte en constructores de su propia vida[2]

Los agentes que colaboran con esas tareas y que de alguna manera guían, median o acompañan, como la familia y la escuela (o los padres y los maestros más específicamente) podrían ser mucho más efectivos y eficientes si parten del reconocimiento de que esa operación es individual. Ahora bien, que sea individual no significa que sea aislada, desconectada o inmoral. Es exactamente por eso que cuando se habla del desarrollo de la autonomía no se está afirmando ni deseando que todo el mundo haga lo que le venga en gana o que la familia y la escuela apoyen el laissez-faire, laissez-passer (dejar hacer, dejar pasar). Simplemente se afirma que la moral autónoma -tal como aquí se ha definido- no puede desarrollarse a la fuerza (de la misma forma que nunca ha sido posible obligar a la gente a ser libre, igual o feliz, como lo señalan las experiencias frustradas y dolorosas de los regímenes totalitarios del siglo XX) puesto que, como lo señala Savater, libertad es autocontrol: o bien cada cual llevamos un policía, un médico, un psicólogo, un maestro y hasta un cura al lado para que nos digan lo que hay que hacer en cada caso o asumimos nuestras decisiones y luego somos capaces de plantar cara a las consecuencias, para bien o para mal. (Savater, 1992).

El papel de la escuela, en consecuencia, puede consistir más bien en establecer una especie de ‘ética de mínimos’ clara y precisa en la que se forme para la templanza y se prepare para la prudencia a los individuos libres. Para hacerlo, es indispensable generar ambientes de intercambio e interacción en los cuales se dé la oportunidad de comparar abiertamente perspectivas morales en conflicto, se admitan y reconozcan derechos iguales entre sí a pesar de las diferencias entre los grupos a los que se pertenece, se acepte que es más importante ser individuo humano que pertenecer a tal o cual raza, nación o cultura, se fomente el diálogo, la reflexión y la tolerancia para una sociedad civil en la que convive una pluralidad de creencias, ideologías, costumbres y valores, y se trabaje para las necesidades propias de una sociedad civil y no para el fortalecimiento de poderes -como el religioso o el militar- que trasciendan esa misma sociedad civil.

Las familias, por su parte, se enfrentan a un trabajo complejo pero fundamental en este aspecto: por un lado, superar el miedo a la libertad de los demás para no sentirla como una amenaza: los padres suelen desarrollar el deseo de que sus hijos sean previsibles, que se parezcan a ellos y entre sí, que no vayan nunca contra sus intereses; por otro lado, establecer una especie de acuerdo, pacto o consenso elemental, es decir, hacer explícitos los valores básicos sobre los cuales se determinan sus relaciones y sus reflexiones familiares y con las demás personas; adicionalmente -y sobre todo- generar ambientes de diálogo en los que reine el afecto, la comprensión, la solidaridad y el amor, elementos constitutivos de la seguridad y de la confianza de los hijos hacia sus padres y, en consecuencia, del equilibrio individual y familiar[3] Además, apoyar un proyecto pedagógico que esté construido sobre una valoración similar de sus reglas morales, para evitar el gran inconveniente de que los lenguajes y por tanto las lecturas del mundo sean unos en la casa y otros en el colegio, lo que puede generar la formación de un criterio moral débil, dependiente o contradictorio, aceptando que la autonomía -parafraseando a De Zubiría- es el único campo posible de cultivo donde se producen las operaciones valorativas y florecen los verdaderos valores humanos.

Por último, conviene no perder el punto de vista de las necesidades concretas de una comunidad. Para el caso colombiano, por ejemplo, la determinación de los valores debe tener muy presente los dramáticos niveles de violencia que se manifiestan en millares de matrimonios destruidos, o en familias y escuelas donde reina el maltrato, el autoritarismo y el sinsentido, todo lo cual termina por explicarla dramática cifra de 30.000 muertes violentas por año. El valor que se le dé a las reglas morales que defiendan el derecho a la vida, a la autonomía y al libre pensamiento pueden fortalecer la convivencia pacífica y productiva en comunidad. Pero además en esta comunidad, la nuestra -no en otras- que no ha podido encontrar el camino de la concordia y de la paz, como consecuencia no tanto de los excesos de tolerancia como de los excesos -en todos los niveles- de autoridad.

1] Es importante tener presente que las reglas no son todas el mismo tipo y que pueden asumir distintas clasificaciones. Delval y Enesco dan cuenta de la siguiente: ai) reglas descriptivas, que describen regularidades de la naturaleza o de la vida social, independientes de nosotros y de nuestra propia conducta; b) procedimentales, que consisten en instrucciones para alcanzar determinado fin, y c) prescriptivas, que establecen algo que debe hacerse, como un modelo al que debe adaptarse la conducta. A este tipo de reglas pertenecen las sociales, que establecen la conducta de los individuos frente a los demás. Se dividen a su vez en: i) morales, que tratan de la justicia, la integridad de los otros, el respeto a sus derechos, etc. ii) convencionales, que regulan usos sociales como las formas de vestir, de comer, etc., y iii) jurídicas o legales que están explícitamente codificadas y expresan lo que está permitido o prohibido por un poder que se preocupa por imponen sanciones en caso de violación, sanciones que también están formuladas de una forma explícita. (DELVAL y ENESCO, 1994)

[2] La libertad, que es en realidad a lo que nos estamos refiriendo, al decir de Octavio Paz (1986), no es una filosofía y ni siquiera es una idea: es un movimiento de la conciencia que nos lleva, en ciertos momentos, a pronunciar dos monosílabos: Sí o No. En su brevedad instantánea, como a la luz del relámpago, se dibuja el signo contradictorio de la naturaleza humana.

[3] La ruptura del diálogo se entiende como manifestación de impotencia en el razonamiento, y esa incapacidad resulta vedada a quienes tienen que sustentar su poder precisamente en él. Además, la intransigencia sólo se puede superar con la fuerza de la tolerancia y la agresividad con el valor moral del respeto. (C. Medellín, 1976) Vale la pena destacar el hecho de que los alumnos que presentan las mayores dificultades académicas, los mayores conflictos en la relación con los profesores o con los demás estudiantes o los mayores niveles de desmotivación y apatía, suelen ser (aunque no en todos los casos) aquéllos que no disponen de mecanismos de diálogo permanente en sus hogares, o aquéllos cuyos padres se relacionan agresiva o irrespetuosamente con ellos y entre sí, o aquellos que no encuentran en su casa el afecto necesario para considerarla como un refugio de paz, de autonomía y de felicidad. Son éstos los casos que prefieren, en consecuencia, brindarle su confianza, su lealtad y su afecto a la calle, a la droga, a extraños o a sectas políticas o religiosas que tienen más tiempo que sus propios padres para relacionarse con ellos.





 

PRIMERA APROXIMACIÓN. La posmodernidad está de moda. Se ha impuesto como método, visión o paradigma. Se ha propagado -como la modernidad en su momento- a manera de un virus que todas las ciencias, todas las disciplinas y todas las ideas parecen estar dispuestas a adquirir. Ya no basta ser moderno. La modernidad -independientemente de su nivel o grado de evolución- se considera hoy un proyecto caduco, sin vigencia, mandado a recoger.

Pero, ¿es en realidad este tema tan simple? ¿Es tan importante, o al menos tan posible la posmodernidad? ¿Es la posmodernidad el estado posterior a la modernidad? ¿Qué tiene que ver la posmodernidad con la educación, con Colombia, con América Latina? ¿Es la escuela un proyecto por excelencia de la modernidad?

En primer lugar, estas inquietudes deben partir de la distinción entre modernidad, modernismo y modernización. En efecto, con el término modernidad se está haciendo referencia a una etapa histórica; con el término modernización a un proceso socioeconómico que trata de ir construyendo la modernidad; mientras que con el término modernismo se hace referencia a los proyectos que renuevan las prácticas culturales con un sentido experimental o crítico.

En segundo lugar, se hace indispensable definir la modernidad a partir de algunas características y condiciones básicas que habitualmente se le han asignado. Según ellas, la modernidad es:

Un proceso que integra y articula: un proyecto emancipador, caracterizado por la secularización de los campos culturales; un proyecto expansivo del saber cuyos dominios pretenden el dominio de la naturaleza y la racionalización de las prácticas productivas; un proyecto renovador basado en la desacralización del concepto de mundo y un proyecto democratizador que tendría como meta lograr la conformación y evolución racional de la sociedad. (García Canclini, 1989);

Un proceso de transformación de la cultura, desde la dependencia en relación con la razón sustantiva -consagrada ésta por la religión y la metafísica- hacia una dependencia de tres esferas autónomas: la ciencia, la moralidad y el arte. (Weber, 1921-28 y luego Habermas, 1989).

Un proceso caracterizado por el triunfo de los intereses laicos sobre la visión religiosa, por el surgimiento de una ética política intramundana, por el descubrimiento del hombre como sujeto histórico, por el desarrollo de la ciencia de la naturaleza y el interés por el conocimiento del mundo y por la aparición de una pintura de intención realista y no simbólica. (J. Burkhardt, 1959)

Un proceso identificado por la confluencia de tres revoluciones que transformaron la sociedad europea a ritmos diferentes entre el siglo XV y el siglo XX: la revolución económica (que generó por primera vez un sistema productivo capaz de sostener un aumento permanente de la población); una revolución política (que configuró los estados nacionales modernos, con base en la ciudadanía abstracta y la soberanía como fundamentos); una revolución cultural (que produjo una transformación de las formas de comunicación social, desde la familia y la iglesia hasta el sistema escolar formal y los medios masivos de comunicación). (Melo, 1992).

Sin embargo, la modernidad ha venido sufriendo muchas deformaciones. Por ejemplo, la razón -columna sobre la que fue construida- ha terminado siendo utilitaria, instrumental, al servicio de las expresiones consumistas del capitalismo. Dejó los intereses emancipadores a un lado y concepciones como la expuesta por Hegel -lo racional es real y lo real es racional- fueron desdibujadas por completo primero en Aushwitz y luego en Sarajevo: unos actos irracionales pero reales[1]. Este hecho fue la piedra angular que llevó a poner en tela de juicio la fuerza de la razón y la idea de que el progreso histórico terminaría en un brillante y feliz final en la tierra. Su ideología y su lógica han venido sufriendo sacudidas que replantean su validez, cuestionan su universalidad y los conceptos que la fundamentan.

Se plantea, en consecuencia, un interrogante fundamental: abandonar o volver a la modernidad. Abandonarla, porque ha dejado de servir como interpretación del mundo, porque su sentido y su valor se hayan desdibujado en la separación de naciones, etnias y clases y sobre todo en los procesos socioculturales en los que lo tradicional y lo moderno se entrecruzan; volver a ella, porque su consolidación no tiene por qué seguir patrones únicos, etapas indispensables, procesos universales. Abandonar la modernidad implica pensarla como un proyecto muerto; volver a la modernidad, como un proyecto inacabado.

Qué es, por su parte, lo que plantea la posmodemidad: La victoria de los Sofistas frente a la Filosofía (con mayúsculas) frente a las grandes Sistemas, frente a la Ontología, la Moral, la. Estética o la Religión. El pensamiento posmoderno surge como reacción a la Ilustración del siglo XVIII, a la filosofía que cree en la absolutización de la Razón y en el sentido único de la. historia. (Colom y Mélich, 1994). La posmodemidad se constituye, así, no sólo en la negación de la razón: también de lo absoluto. Lo único absoluto es, entonces, la relatividad.

El saber científico, por ejemplo, pasa de ser el modo de conocimiento a ser un modo de conocimiento entre otros: el arte, la religión, la filosofía (con minúsculas). La seguridad de la ciencia, el poder de la razón, la eficiencia de la lógica matemática, la tarea del desarrollo económico y la universalidad de la ética se vuelven falsos ídolos o, como dijera Sartre, pasiones inútiles. La unidad de la cultura occidental -proyecto eminentemente europeo- se desvirtúa en favor de un multiculturalismo creciente. La europeización del mundo cede terreno frente a la ‘singularización’ de las culturas, en la cual la diferencia se toma categoría sociológica fundamental.

Vale la pena retomar las siete dimensiones de la posmodernidad, desde el punto de vista social de Küng[2]:

· Constelación poseurocéntrica. Constelación policéntrica de las diversas regiones del mundo.

· Sociedad mundial poscolonialista y postimperialista.

· Economía poscapitalista y postsocialista.

· Sociedad de servicios y comunicaciones.

· Sistema familiar pospatriarcal.

· Cultura posideológica. Pluralismo cultural e ideológico.

· Religión posconfesional e interreligiosa. Comunidad mundial multiconfesional y ecuménica

Posmodemidad es crisis: crisis axiológica, en ausencia de éticas universales. La igualdad no tiene referente ni fundamento: todo es diferente y como tal, lícito. Pero es también crisis antropológica: el hombre posmoderno, como sujeto moral, ya no tiene con qué jugar en la cultura contemporánea. La persona desaparece y, como mucho, surge el individuo. Pero éste ya no es el portador de los valores éticos, el que se entrega con devoción al encuentro con los demás, sino aquél que se observa a sí mismo, que busca la realización individual. (Colom y Mélich,1994, 57)

La posmodemidad, finalmente, no tiene decálogo, carece de postulados, en tanto no viene después de la modernidad, sino dentro de ella o en su contra. Es inevitable, inocultable, es por lo tanto práctica, pragmática y realista. Su filosofía se apoya en la desmitificación, la desacralización. Puede ser, por igual, excitante y peligrosa: confunde ética, sociología, moral y política, o más aún, las une, las acerca y las desdibuja como a la ciencia y al mito. El relato y la narrativa se vuelven tan válidos como la investigación científica. Antes que método, filosofía o ideología, es una actitud, una actitud ambigua, no excesivamente delimitada ni rígidamente marcada. Una actitud que resulta del llamado al individualismo. Al decir de Lyotard (1986), es una condición que está dirigiendo las nuevas formas de elaboración de sentido.

SEGUNDA APROXIMACIÓN. La modernidad y la posmodemidad no existen. No hay, por decirlo de otra manera, una modernidad como no hay una posmodernidad: hay muchas. Porque el debate entre una y otra es también un debate europeo y como tal, se encuentra apoyado y regido por identidades colectivas milenarias, maduras y agotadas.

Este mismo debate, trasladado al contexto latinoamericano, adquiere una nueva contradicción: por un lado es impertinente, por cuanto en América Latina -parafraseando a García Canclini- las tradiciones no se han ido y la modernidad no acaba de llegar; por otro lado es pertinente, porque impone la doble pregunta de si en realidad la modernidad es un objetivo, y de serlo, si es posible construirla con parámetros propios o en todo caso no europeos.

Hablar de nuestra modernidad o de una modernidad propia implica reconocemos colectivamente y construir alguna forma de identidad colectiva. Es aquí donde el discurso de la posmodernidad se toma ambivalente. Porque antes de reconocer todo tipo de diferencias es necesario reconocer nuestras propias diferencias, desde las cuales se construya la identidad que todavía no tenemos, para que los proyectos individuales o colectivos adquieran sentido.

El concepto del mundo como aldea global, la dictadura y la realidad de la imagen y de los medios masivos de comunicación, el desdibujamiento de las fronteras, la apertura y la internacionalización de la economía, son derivaciones ideológicas y económicas del discurso posmodemo europeo. Es natural que desde la óptica de unas identidades colectivas maduras y dominantes, la modernidad se devalúe y se cuestione como un proyecto realizado, como una circunstancia posible, cierta, real y además, agotada.

Pero desde la óptica de unas identidades inmaduras y en proceso de elaboración, como las latinoamericanas, la modernidad antes de considerarse como un proyecto inútil o caduco, podría pensarse como un proyecto inacabado, en razón de que nuestras diferencias -que sustentan el discurso posmodemo- son por lo menos tan notorias como nuestras desigualdades.

Porque la modernidad en Latinoamérica ha sido ante todo una máscara: un simulacro urdido por las élites y los aparatos estatales, sobre todo los que se ocupan del arte y la cultura, pero que por lo mismo los vuelve irrepresentativos e inverosímiles. Las oligarquías liberales de fines del siglo XIX y principios del XX habrían hecho como que constituían Estados, pero sólo ordenaron algunas áreas de la sociedad para promover un desarrollo subordinado e inconsistente; hicieron como que formaban culturas nacionales y apenas construyeron culturas de élites dejando fuera a enormes poblaciones indígenas y campesinas que evidencian su exclusión en mil revueltas y en la migración que ‘trastorna’ las ciudades. Los populismos hicieron como que incorporaban a esos sectores excluidos, pero su política distribucionista en la economía y la cultura, sin cambios estructurales, fue revertida en pocos años o se diluyó en clientelismos demagógicos. (García Canclini, 1989, 21).

Ahora bien, abandonar el proyecto de la modernidad no puede significar para nosotros desconocer un proyecto histórico-cultural que refuerce el sentido a la educación, por la vía del desarrollo humano y de la autonomía. Porque la identidad de las sociedades de América Latina no puede seguir explicándose simplemente desde la perspectiva de la imitación (imitar a los modernos), la originalidad (negar a los modernos), la dependencia (depender de los modernos), las cuatro ‘Ds’ que menciona Carlos Fuentes (1993), droga, democracia, deuda y desarrollo, o por una suerte de combinación de realismo fantástico y surrealismo latinoamericano[3].

Por más que nos una un pasado de explosiones comunes y una lengua y una religión impuestas, es preciso reconocer que también somos diferentes y desiguales, no para el fortalecimiento equívoco de folclóricos nacionalismos y fronteras imposibles, sino para el desarrollo del sentido de pertenencia a una región, nación e historia determinadas, en cuya construcción el compromiso de sus habitantes sea al mismo tiempo una necesidad individual y una tarea colectiva.

Habrá que averiguar, en consecuencia, de qué nos sirve tener a la vez un modernismo exuberante y una modernización deficiente (hipótesis común de la literatura sobre posmodemidad en América Latina) o este entrecruzamiento de tradiciones indígenas, del hispanismo colonial católico y de las acciones políticas, educativas y comunicacionales modernas. Habrá también que determinar si este proceso está en la mitad de algún camino, si conviene estimular la modernización y evitar los modernismos o, en últimas, si la modernidad es para nosotros una causa perdida o un proyecto inconcluso.

Todo lo cual se puede abordar, si empezamos a considerar que en realidad la modernidad de los otros nos duele porque, como tantos otros procesos sociales, económicos y políticos, fue hecha con otras hormas y, por supuesto, pretender caminar con calzado ajeno no solo resulta incómodo sino que muy probablemente obliga a abandonar al calzado o el camino para el cual fue diseñado.

Nuestro camino, ese que al decir de poetas y cantores, sólo se puede hacer caminando, ya no admite la simple opción entre lo premodemo o tradicional (que está en crisis) y lo moderno (que está también en crisis) y menos entre lo moderno y lo posmodemo (que proviene de las mismas crisis), porque al parecer nuestros proyectos individuales y colectivos son al mismo tiempo tradicionales, modernos y posmodemos en una suerte de cruce entre lo que García Canclini denomina un orden semioligárquico, una economía capitalista semindustrializada y movimientos sociales semitransformadores.

TERCERA APROXIMACIÓN. Es necesario ahora plantearse la cuestión de si Colombia vive un proyecto propio de la modernidad o de la posmodernidad. Hay, por ejemplo, quienes afirman que sólo seremos modernos si somos nacionales (Ortiz, 1988). Pero el proyecto de la nacionalidad también ha quedado abandonado, en parte por la ausencia de una industria y un mercado nacionales, en parte porque el aparato estatal y los sectores a él ligados sustituyeron el funcionamiento del país como nación y de la sociedad civil que debiera legitimarlo.

De manera que la formación de la nacionalidad (una identidad, unos intereses territoriales, una memoria, un proyecto) se inició muy recientemente con la propuesta y el esfuerzo de la Constitución Política de 1991, en momentos en que se expandía -en lamentable coincidencia- una nueva importación ideológica según la cual la clave del desarrollo es la internacionalización de la economía, la privatización de las funciones estatales, el desdibujamiento de las fronteras y la vinculación apresurada con los centros mundiales de la economía.

Sin embargo, ¿qué es en realidad la identidad nacional? Acaso una forma de autopercepción en la que cada colombiano define su pertenencia a Colombia en cuanto reconoce a los demás como miembros de la misma comunidad y se ve como parte de ella al ser reconocido por los otros como tal. Identidad es, pues, autopercepción y ésta a su vez discurso: sus unidades formativas son las imágenes, los términos y palabras que recibimos en la infancia, en la escuela, en los periódicos, en todas las formas de comunicación. Los discursos sobre la identidad se configuran en símbolos, frases, mitos, estereotipos, nociones vagas, imágenes colectivas. Las descripciones de ella son elementos en su formación misma .(Melo, 1992, 83).

Por supuesto no se pretende en este espacio abordar el tema con la complejidad que merece, pero sí señalar algunas dudas que pueden surgir en el traslado del debate modemidad-posmodemidad a un ámbito que como el colombiano se enfrenta a la enredadísima tarea de construir una identidad nacional manteniendo su gran diversidad cultural. Porque no hay que perder de vista que, como dice García Márquez, “la nuestra es una sociedad sentimental en la que prima el gesto sobre la reflexión, el ímpetu sobre la razón, el calor humano sobre la desconfianza (García Márquez, 1994), una comunidad marcada y simbolizada por la violencia, la intolerancia, la impunidad y el olvido.

En otras palabras, es preciso plantear la cuestión de si en este tipo de sociedad, la modernidad, la premodemidad y la posmodernidad no adquieren presentaciones singulares que de cierta manera desvirtúan su pertinencia con el debate internacional. O lo que es lo mismo: ¿siendo los elementos ‘empíricos’ de identidad nacional de baja intensidad (no hay un gran nacionalismo, no hay una cultura muy específica que nos diferencie en serio de otros pueblos americanos) en qué parte del debate nos debemos situar?[4]

Porque, además, la modernización tendió a universalizar excesivamente su propio proceso, desconociendo la existencia de instituciones y situaciones premodernas o tradicionales -como las formas de trabajo no asalariado, la supervivencia del campesinado, el dominio político violento sobre amplios sectores de la población, la existencia de ideologías autoritarias y el papel represivo de la iglesia, señaladas por Melo- que subsisten en algunas sociedades como la nuestra y perduran gracias precisamente al desarrollo de los procesos propios de la modernidad.

El mundo premoderno, además, suele ser inmensamente más rico en la gran variedad de sus disposiciones sociales y culturales. Pero de tanto copiar procesos que teníamos nosotros mismos que construir, hemos terminado por desdibujar nuestros rasgos más sobresalientes y por desconocer las diferencias más importantes. Es importante, en consecuencia, no olvidar jamás que Colombia es un país pluricultural y multiétnico que puede utilizar con provecho el acceso de que dispone a los legados occidental, amerindio y afroamericano, a elementos de las sociedades modernas, premodernas y postmodernas.[5]

Es por eso que nos vemos ahora obligados a comprender de nuevo nuestra sociedad, por sí misma, sin el apego a la herencia de un pasado colectivo y universal, sin el paradigma de la imitación, una sociedad que se apropie del derecho de guiarse a sí misma sin exterioridades, sin modelos impuestos y como tal, posmodema, si asumimos finalmente la posmodemidad no como una etapa o tendencia que reempTázaría al mundo moderno, sino como una manera de problematizar los vínculos equívocos que éste armó con las tradiciones que quiso excluir o superar para constituirse (García Canclini, 1989, 23).

Cómo hacerlo es, ahora más que en ninguna otra época de nuestra historia, tarea de la educación, no tanto como forjadora de mejores sociedades como de mejores seres humanos, es decir, más autónomos, más libres, más felices.

CUARTA APROXIMACIÓN. Las implicaciones que este debate conlleva, obviamente afectan a la cultura y a la educación como expresión de ésta. La cultura y su filosofía valoran al ser dentro de la red, urdimbre o montaje cultural en cuyo entramado se mueve consciente e inconscientemente a través de símbolos e imaginarios con los cuales se enfrenta a la construcción de su identidad y su diferencia, su inmanencia y su trascendencia, lo exterior y lo interior, la realidad y su idealidad. En otros términos, el simbolismo realiza la ‘conexión’ del hombre y su mundo con las estructuras de sentido.

¿Cuál sentido? El del mundo, el de la sociedad, el de la vida misma; su razón de ser, su finalidad, su cabal significación y sus interpretaciones; los para qué y porqué con que se comprende el pasado, se construye el presente y se proyecta el futuro de una comunidad y de cada uno de sus miembros; el sentido de pertenencia y la identidad que une o desune, vincula o desvincula con una época y una región determinadas, con un tiempo y un espacio específicos, con una ciudadanía y un proyecto histórico-cultural.

Pero una cosa es la búsqueda de sentido individual o colectivo en una sociedad tardoindustrial -o como quiera denominársele- que se piensa desde la energía atómica, la conquista de la luna y del espacio, Auschwitz, el desarrollo de la tecnología aplicada a los sistemas de comunicación, satélites, realidad virtual, multimedia, etc., y otra muy distinta la búsqueda de sentido en una sociedad que se piensa desde la violencia, el analfabetismo, el atraso tecnológico y la dependencia económica.

Esta búsqueda de sentido tendrá, además, direcciones diversas y hasta opuestas dependiendo de si en su proceso la reacción y el debate frente a la incidencia de la tradición católica se hizo hace ya cuatro siglos o si no se ha hecho todavía, es decir, dependiendo de que la desacralización del concepto del mundo sea o bien un hecho cumplido o por cumplir, o bien un proyecto inabordable.

Es por eso por lo que el sentido depende tanto de la identidad y del grado de pertenencia voluntaria a un proyecto común. Nos identificamos mucho, poco o nada con la sociedad de la que formamos parte, en consecuencia, pertenecemos a ella con agrado, indiferencia o desagrado. Y cuando no nos identificamos con ella, anhelamos otra.[6] Así puede explicarse, entonces, que gran parte de las juventudes urbanas latinoamericanas vivan en función de imitar las formas de vida de otras ciudades, otras culturas y otros países, como una manera de manifestar voluntaria o involuntariamente su intrínseco rechazo a la sociedad en la cual realmente viven. Igualmente esto puede generar la desafortunada impresión colombiana de que lo extranjero es superior; de ahí la reverencia y la sumisión habituales frente a las personas, las teorías y las ideas que se generan en el exterior -especialmente el exterior industrializado- y la fe ciega en los sistemas importados de organización política y económica a los cuales se considera importante adaptarse y obedecer.[7] Sabemos que hablamos castellano, que tenemos más afinidad con argentinos y peruanos, que con estadounidenses, alemanes o canadienses. Pero también queremos ser más como ellos que como los primeros (Calle y Morales, 1994, 349)

A lo cual se le suma la falta de ideales políticos, utopías, proyectos de futuro y hasta de puntos de referencia. Las nuevas generaciones no tienen una oferta propia, no están unidos en partidos ni sindicatos: no tienen un enemigo o blanco que apedrear. Por eso, dan la espalda. Es su forma de quejarse. Más racional. Más fría. Más íntima. El tiempo de las manifestaciones multitudinarias, de los manifiestos, ha pasado. Hoy la palabra que repiten es ¡individualismo! (Rodríguez, 1994)

Conocidos como la Generación X, estos jóvenes han vivido la caída de los proyectos de futuro que despertaron en su favor o en su contra los más agudos enfrentamientos ideológicos y las más intensas pasiones en sus padres. Son hijos de las frustración, de las promesas truncadas de mayo del 68, de la unificación del mundo alrededor de la imagen y del consumo -única fuente para instaurar y comunicar sus diferencias- y además de la corrupción, la violencia y la impunidad, cuando no de la miseria y el abandono. Frente al idealismo ofrecen desencanto, la forma de su realismo: somos una mezcla de cosas muy buenas y muy malas: tenemos menos prejuicios, nos influyen menos las ideologías, pero queremos vivir demasiado cómodos, con la tripa llena y los pies calientes; en nuestra memoria hay menos sitio para los miedos y las utopías; nuestra filosofía es mucho más tolerante, aunque estamos insensibilizados por la televisión y el consumo. Sabemos que para salir adelante hay que dar y recibir bofetadas, pero también estamos llenos de conformismo… y de desencanto…'[8]

¿Qué hacer, entonces? Muy probablemente nunca antes había sido tan urgente y al mismo tiempo tan difícil la tarea de la educación. Pero no tanto para la formación de mejores sociedades, como para la de mejores seres humanos: más responsables, más tolerantes, más autónomos, y en consecuencia, más libres y felices, personas que puedan maximizar todas las infinitas posibilidades que tienen dentro de sí, que puedan ser artífices de sus propias vidas. Porque los intentos de mejorar o cambiarlas sociedades ya han fracasado. Ya importamos todo lo que pudimos, mucho más de lo que debimos. Ya nos adaptamos a cuanta teoría de organización social se nos vendió o se nos impuso. Es hora de invertir el proceso para que sean los propios seres humanos, individual o colectivamente, los que en su autonomía modifiquen la sociedad. Los que, una vez construyan su propio sentido, se preocupen por construir un sentido colectivo con el cual deseen y procuren su identificación.

Habrá que preguntarse, sin embargo, si en sociedades dependientes y atrasadas es posible el desarrollo de la autonomía. Si individuos autónomos pueden construir sociedades autónomas, es decir, igualmente artífices de su propio destino, capaces de llevar al limite todas las infinitas posibilidades que tienen ya dentro de sí, que en nuestro caso es ese acceso a los legados occidental, amerindio y afro americano, a elementos de las sociedades premodernas, modernas y posmodernas, rescatando y no ocultando sus vínculos, sus diferencias y sus contradicciones.

Y las respuestas, ahora más que nunca, hay que hallarlas en la educación. Porque, como se viene afirmando con insistencia, la escuela puede llegar a ser moderna pero sus alumnos hoy tienden a ser posmodernos. Mientras el sistema educativo se adapta a las exigencias del desarrollo y de las estructuras internacionales de dominio y de poder que han dictado la dirección de nuestras políticas educativas desde la colonia, los alumnos van perdiendo el sentido (el de sí mismos y el del tiempo y el espacio que habitan): nunca han sido consultados, ni en sus talentos, ni en sus vocaciones, ni en sus deseos. Han sido, simplemente, adaptados, igualados, homogeneizados. ¿Qué se puede esperar así de la sociedad que se les exige construir y transformar? Exactamente lo mismo: la adaptación, la dependencia, la simple y difícil supervivencia. Individuos frustrados incrementan la frustración de su sociedad. Individuos autónomos podrán incrementar su autonomía.

Sin un sistema educativo que promueva en los jóvenes la autoestima, la dignidad humana, el respeto a la vida y el acceso equitativo a ella, la creatividad y el racionalismo científico y que abra la posibilidad de incorporar nuevas conceptualizaciones, Colombia sacrificará el potencial mental, físico, cultural y científico, así como las riquezas que posee (Llinás, 1994,33). El mundo ha cambiado, el país ha cambiado, sus normas han cambiado, sus jóvenes han cambiado: la educación no. Todos los defectos de formación que tanto denunciamos, lamentamos y reproducimos actualmente (corrupción, indiferencia, mediocridad, insensibilidad, intolerancia, etc.) por alguna extraña razón se generaron o se ignoraron en los procesos de educación formal e informal, dejando a la violencia como único protagonista en simultánea construcción y destrucción de sentido.

Resulta, en consecuencia, fundamental la estructuración de una revolución educativa que genere un nuevo ethos cultural, que permita la maximización de las capacidades intelectuales y organizativas de los colombianos . La manera innovativa de entender y actuar -no sólo el simple saber y hacer- debe permitir que se adquieran nuevas habilidades humanas, basadas en el desarrollo de múltiples saberes y talentos, tanto científicos como artísticos y literarios, y de nuevas formas de organización productiva (Llinás, 1994, 26) .

Lo que se plantea, en suma, es la necesidad de desarrollar la autonomía en los niños para que, haciendo lo que realmente son (potencializando las capacidades que tienen dentro de sí) se identifiquen con sí mismos, con su oficio, sus talentos, sus vocaciones, sus tareas y construyan así una sociedad autónoma, más identificada con sí misma y, sobre todo, para ellos. Estamos hablando de un proceso que va de la autonomía a la identidad individual y de allí a la autonomía y a la identidad colectivas. Creemos que las condiciones está dadas como nunca para el cambio social, y que la educación será su órgano maestro. Una educación desde la cuna hasta la tumba, inconforme y reflexiva, que nos inspire un nuevo modo de pensar y nos incite a descubrir quiénes somos en una sociedad que se quiera más asimismo… (García Márquez, 1994,22)

[1] En entrevista , que la revista Cambio 16 transcribe, se le pregunta a Carlos Fuentes si comparte la Opinión de Octavio Paz, en el sentido de que el test principal de la modernidad y la democracia latinoamericanas reside básicamente en la ausencia de la ilustración, en la falta de un Siglo de las Luces, a lo que Fuentes responde: «jSi el Siglo de las Luces lo que nos conduce es a Auschwitz mejor no tenerlo! Lo que precisamente se agotó en Europa con la segunda guerra mundial es la herencia ilustrada. Es imposible que nosotros seamos herederos hoy de una idea que ustedes han enterrado ya».

[2] Küng, Proyecto de una ética mundial (citado en Colom y Mélich 1994, 57)

[3] “También nos colocamos como miembros de la sociedad occidental a la cual sin duda pertenecemos, pero en nuestro carácter de latinoamericanos aparecen nebulosas que nos impiden tener una conciencia clara al respecto. No pocas personas se apartarían de esta opinión. Empezando tal vez por los mismos ‘occidentales’, es decir Europa occidental y Estados Unidos y Canadá, quienes seguramente nos ven no como parte de Occidente sino como sociedades y culturas mestizas, aindiadas, negroides, rurales, subdesarrolladas o tercermundistas y en el mejor de los casos en proceso de occidentalización”. (Calle y Morales, 1994)

[4] La búsqueda de símbolos nacionales o de rituales de identidad está dominada por el espectáculo o el depliegue… los estereotipos que codifican las formas de ser, los valores y aspiraciones, los rasgos supuestos de los colombianos constituyen una trama múltiple en la que coexisten definiciones raciales, regionales, clasistas y nacionales (Melo, 1992, 106). Sóbrelas razones de identidad. Calle y Morales reiteran que ésta no coincide con características culturales sino con sentimientos de lo propio y lo ajeno. La identidad es por encima de todo eso, un sentimiento de pertenencia a algo y de no pertenencia a lo otro (Calle y Morales, 1994, 347)

[5] Vale la pena, en relación con esta afirmación, consultar a Rodolfo Llinás (1994)

[6] De ahí la vigencia del conocido cuento sobre la identidad en Colombia: la aristocracia se siente inglesa (golf, jockey, polo, té, sus símbolos y objetos de identificación residen en Londres);la ´burguesía’ se siente francesa (y el centro de su universo se desplaza a Paris); la ‘clase media’ se siente gringa (y sus costumbres tienden a imitar las que se manifiestan en Miami); y el ‘pueblo’ se siente mexicano.

[7] Si hiciéramos un inventario de las instituciones, los sistemas, las organizaciones, las ideas y las teorías que hemos adaptado históricamente de otras sociedades, comunidades o culturas (como la democracia, los códigos, la iglesia, el derecho, la escuela, el desarrollo y la apertura económica) la lista seria interminable. Todo lo contrario sucedería al elaborar la lista de los que hemos inventado en función de nuestras propias necesidades nacionales e internacionales.

[8] Natalia Menéndez, actriz teatral y directora en formación (27 años), citada en Rodríguez, 1994

La inteligencia es uno de esos temas complejos y resbalosos que habitualmente generan duda, incertidumbre y riesgo. Es, en consecuencia, un tema fundamental, y su ámbito de influencia abarca simultáneamente al menos a la psicología, la neurología, la antropología, la filosofía y, por supuesto, a la educación. Porque a lo que en realidad se refieren estas disciplinas con mayor o menor intensidad, es a la inteligencia humana. Es, por tanto, indispensable buscar una perspectiva desde la cual sea posible determinar a qué nos referimos cuando empleamos el término, o cuando nos apoyamos en él para estudiar otros.

Pongamos, por ejemplo, el caso del desarrollo intelectual, de los procesos cognoscitivos, de las capacidades, competencias o funciones intelectuales, o más específicamente del razonamiento, el lenguaje, el conocimiento o el pensamiento: en todos los casos de lo que en realidad se está hablando, es de la inteligencia.

Existe, sin embargo, una especie de temor para reconocer que el concepto de inteligencia está en la base de numerosos temas sobre el estudio del ser humano, de su comportamiento y de su pensamiento, muy probablemente porque ha venido siendo utilizado más que todo en técnicas de medición o test frente a los cuales existen dos reacciones básicas: se aplican o se critican.

No es propósito de este artículo apuntar a una definición única, principal o correcta del concepto de inteligencia. Como suele suceder en las ciencias sociales y en los estudios sobre el comportamiento del ser humano, existen tantas acepciones de una palabra, de un término o de un concepto, como personas que se relacionan con ellos. Sí es propósito de este artículo contribuir al desarrollo de una clasificación de las perspectivas desde las cuales el término adquiere uno u otro significado y una u otra intención.

El problema radica en determinar, inicialmente, qué es lo que se entiende al utilizar este concepto. En otras palabras, qué queremos expresar cuando decimos que alguien es inteligente. Y de la respuesta que cada uno de nosotros tenga en mente se desprende toda una concepción educativa sobre la cual se apoyan el sentido, los objetivos y los criterios de formación, desarrollo y evaluación de los niños.

Una persona inteligente puede ser considerada, por ejemplo, aquella que es capaz de realizar complicados cálculos matemáticos y en consecuencia la formación de su inteligencia es una responsabilidad de los profesores del área, mientras los demás se ocupan de temas menos trascendentales. O bien, puede ser una persona que sabe cómo moverse en la sociedad para lograr sus propósitos y en consecuencia la escuela más que contribuir, estorba en la formación de su inteligencia, por cuanto básicamente suele ofrecer un esquema lineal y repetitivo que no le permite a la persona desarrollar destrezas para el desenvolvimiento en sociedad.

Inteligente puede interpretarse también, aquella persona que ha desarrollado una habilidad particular para la memorización, para la aceptación de reglamentos y de conductas socialmente aceptadas, o una capacidad especial para el análisis de variables y términos algebraicos, para la intuición o para la expresión en público. La propia concepción de inteligencia que una persona tenga puede influir notablemente en su comportamiento, sus objetivos intelectuales y profesionales, en su autoestima y en la manera de relacionarse con las demás personas.

Considerado históricamente, el concepto de inteligencia es básico en el desarrollo de la ciencia, del arte y de la filosofía. Y como suele suceder, fueron los griegos quienes aportaron las primeras consideraciones: Platón (siglo V a.c.), por ejemplo, consideraba que un aspecto fundamental de la inteligencia es la capacidad para aprender [1]. Aristóteles (siglo V a.c.) la concebía como la capacidad para deducir rápidamente la causa de un fenómeno observado. Santo Tomás (siglo XIII) clasifica a las personas en superiores cuando son capaces de una comprensión más universal y profunda que las inferiores que son, por su parte, poco aptas para sacar provecho de las enseñanzas de las primeras. Pascal sugirió (ya en el siglo XVIl) dos tipos de inteligencia: matemática e intuitiva. Kant (siglo XVIII) consideraba que la inteligencia comprende tres aspectos: comprensión, juicio y razón, y adicionalmente que la estructura de la lógica es un reflejo de la estructura de la mente. Adam Smith (siglo XIX) planteó que las diferentes capacidades tienen un origen económico y social y residen no tanto en el individuo como en los hábitos, costumbres y educación que adquiere en relación con su posición en la estructura socioeconómica. William James, (a finales del s.XIX) define a la inteligencia como la capacidad de asociar ideas por similitud. Cada una de estas concepciones contribuye, sin duda alguna, a la comprensión de la época en que se desarrolló, así como a la comprensión de los procesos de enseñanza, de aprendizaje y a los diferentes matices y modalidades de la organización social en una época y en una región determinadas [2].

Subyace en esta brevísima revisión histórica, el debate por excelencia de la psicología, de la educación y de la epistemología, entre la herencia y la cultura como determinantes del conocimiento, del razonamiento y del pensamiento, lo que equivale a referirse a la incidencia de los factores genéticos y de los factores ambientales sobre el desarrollo del ser humano. Sin embargo, considerar, primero, una perspectiva determinada de inteligencia, segundo, la influencia de la herencia y de la cultura sobre esa concepción y, por último, una teoría pedagógica, psicológica o epistemológica determinadas, puede ser más indicado y más pertinente que considerar cualquiera de esas teorías sin precisar en qué perspectiva de inteligencia se apoyan.

Naturalmente la cuestión no es tan sencilla puesto que, como lo señala Stenberg (1990) en cada teoría elaborada sobre la inteligencia subyace una metáfora acerca de la mente, y como también lo señala Case (1985) las teorías sobre el desarrollo intelectual se apoyan en una metáfora determinada sobre el niño. Ambas metáforas están en la cultura, forman parte del sistema de creencias de cada sociedad en particular y son el origen de las preguntas que se formulan los hombres sobre la inteligencia.

Existen varias formas de clasificar estas metáforas sobre el niño y su mente: desde su evolución histórica; desde la fundamentación filosófica que la ilumina; desde la escuela de pensamiento que la reivindica, etc. Pero existe también la posibilidad de presentar una clasificación basada en el debate entre la herencia (las teorías que miran hacia adentro) y la cultura (las teorías que miran hacia afuera), junto con un tercer grupo de teorías (las que miran hacia adentro y hacia afuera), y apoyarse en la propuesta de Stenberg, modificando su concepto de metáfora por el de perspectiva, por cuanto más que un sentido figurado ofrecemos un aspecto, un punto de vista desde el cual puedan comprenderse y agruparse mejor las diferentes teorías sobre la inteligencia.[3]

Por supuesto, el hecho de que una teoría esté clasificada entre las que miran hacia adentro, no significa que ignore la influencia de la cultura o de los factores ambientales, sino que prefiere apoyarse en los factores biológicos o genéticos. Igualmente sucede con las clasificadas entre las que miran hacia afuera, a las cuales no se les niega la importancia que puedan otorgarle a los factores genéticos, en su intención de priorizar la influencia de los ambientales. Existen, empero, algunas teorías que se apoyan en la incidencia de ambos factores sobre el desarrollo del niño y de su inteligencia:

· LAS TEORÍAS QUE MIRAN HACIA ADENTRO, se apoyan en una comprensión de la inteligencia en términos de lo que sucede dentro de la mente cuando una persona piensa. Los teóricos de este grupo estudian básicamente los procesos mentales, las estructuras, las representaciones y los contenidos del pensamiento y se encuentran más del lado de la herencia que del lado de la cultura. Las perspectivas en que se apoyan son:

La perspectiva cartográfica: la idea general es que una teoría de la inteligencia supone un ‘mapa’ de la mente, en el que las ‘regiones’ equivalen a los factores que integran la inteligencia. Su instrumento es el análisis funcional y su principal autor Spearman quien en 1904 planteó la existencia de un factor ‘G’ (general), o energía mental de la cual cada persona tiene una cierta cantidad que le asigna a diferentes tareas en diferentes momentos; y un factor ‘s’ (específico) que es único para cada tipo de tarea y explica las diferentes aptitudes de las personas, por ejemplo para la música y las matemáticas. Entre mayor sea el monto del factor ‘G’ -que se mide mediante pruebas psicométricas- mayor es la posibilidad de éxito en cualquier tarea, siempre y cuando se sume una cantidad importante de factor’ s’. En esta perspectiva se apoyan los métodos de medición del coeficiente intelectual con test, el primero de los cuales se desarrolló a finales del siglo XIX en Francia. Posteriormente fueron las Escalas de Weschler (1939) las que, apoyadas en Spearman, definen la inteligencia como la capacidad agregada o global de una persona para actuar con propósito, para pensar racionalmente y para relacionarse eficientemente con su medio ambiente. Weschier introduce además de los aspectos cognitivos, los emocionales o afectivos y los sociales como parte del comportamiento inteligente. Entre los posteriores desarrollos de esta perspectiva cabe señalar el de Pascal-Leone (1969) quien ve a la persona como un organismo dotado de numerosas fuentes de energía que, en consecuencia, encuentra conflictos internos recurrentes. Cada persona resuelve dichos conflictos según su estilo característico, pero a niveles cada vez más altos en relación con el aumento de su capacidad de atención que denomina’ M’.

La perspectiva computacional: esta perspectiva, que considera a la mente como una computadora, se refiere fundamentalmente a los procesos de atención, percepción, memoria y codificación; contrariamente a la cartográfica, no pretende determinar diferencias individuales sino estudiar las maneras de procesar la información que son comunes a todas las personas. Se destacan, por una parte, los estudios de Neweil y Simón (1958), y los de Klahr y Wallace (1975), quienes ven a la persona como un complejo sistema de computación capaz de modificar los programas con que ha sido dotado de una forma sensible al ambiente en que se encuentra; y por otra los de Kaufman (1979) y los del mismo Weschier quienes intentaron integrar los modelos derivados de la perspectiva cartográfica con los de la computacional.

La perspectiva biológica: en ésta se pueden distinguir al menos dos grupos de teorías: las que consideran a la persona como un organismo cuyo desarrollo intelectual recapitula el de la especie a partir de la cual ha evolucionado Baldwin (1895). Su inspirador original fue Darwin (1859) con su por entonces provocadora idea de que el desarrollo humano se despliega atravesando las mismas etapas que el desarrollo de la especie. El otro grupo de teorías es mucho más reciente y sustenta la comprensión de la inteligencia en el funcionamiento ya no de la mente sino del cerebro. Sus teorías se apoyan en el estudio diferenciado de los hemisferios por parte de la neuropsicología, a partir de tres tipos de experiencias: i) los estudios que tratan de ubicar dónde se localizan en el cerebro las habilidades específicas (con pacientes que han sufrido daño cerebral); ii) los electroencefalogramas como alternativas de medición de funciones, potenciales y comportamientos cerebrales relacionables con las escalas de medición de la inteligencia; íii) los estudios que miden el flujo de sangre en el cerebro durante el procesamiento cognitivo. De estos estudios se ha desprendido la evidencia de que el hemisferio izquierdo se especializa en el procesamiento secuencial (por naturaleza analítico y sucesivo) y se adecúa mejor a manejar estímulos lingüísticos y numéricos, mientras que el hemisferio derecho se especializa en procesamiento múltiple (holístico y simultáneo) y se adecúa mejor a estímulos visoespaciales, musicales y artísticos en general.[4]

La perspectiva asociacionista: las teorías sobre la inteligencia que siguen esta perspectiva se encuentran ligadas al acervo filosófico del asociacionismo de finales del siglo XIX y principios del XX, de donde se desprende el estudio del condicionamiento como modelo de asociación entre un estímulo y una respuesta. Se destaca ampliamente como representante de esta perspectiva el Conductismo, doctrina y método que busca el conocimiento y control de las acciones de los organismos y en especial del hombre mediante la observación del comportamiento o la conducta, sin recurrir a la conciencia o a la introspección. En la medida en que el conductismo se interesa por los procesos internos, se ocupa de procesos simples como la formación de hábitos y la asociación. Su principal teórico es Skinner (1953) con su Teoría del condicionamiento operante, según la cual la frecuencia del suceso de una unidad de conducta (respuesta) se modifica como efecto de las consecuencias que lleva aparejada esa conducta. De esta manera las respuestas que se dan en una situación a las que se acompaña o sigue un estado de satisfacción en el organismo, se asociarán firmemente con esa situación. Por el contrario, aquellas respuestas que acompañan o se asocian a un estado insatisfactorio debilitarán su ligazón con la situación. La fortaleza o debilitamiento de la asociación es tanto mayor cuanto más intenso sea el estado de satisfacción o insatisfacción del organismo. Los efectos de estas teorías en la educación varían desde las diversas y sistemáticas aplicaciones del castigo hasta la formulación de objetivos educativos en términos conductuales.

La perspectiva epistemológica: la teorías que se apoyan en esta perspectiva tienen dos aspectos fundamentales: por un lado el concepto de equilibración, según el cual la nueva información se incorpora en la mente mediante un equilibrio dinámico de dos procesos: asimilación y acomodación; por otro lado el análisis de los estadios del desarrollo. Su protagonista fundamental es Piaget (1951) y su alcance muy amplio: no sólo explican los fenómenos más importantes del desarrollo intelectual, sino que ofrecen un marco razonable para la observación del desarrollo del conocimiento psicológico y biológico. Sus implicaciones educativas, por su parte, son a la vez muy importantes y muy discutibles: importantes, porque generaron la posibilidad de que la instrucción a la que los niños están expuestos se ajuste al upo de funcionamiento intelectual del que son capaces, dentro de un enfoque que fomente el proceso autorregulador o constructivo. Discutibles porque estas teorías pusieron mucho más énfasis en el pensamiento formal y lógico que en el intuitivo y estético, razón por la que se les conoce también como las teorías del hemisferio izquierdo. De cualquier modo, estas teorías han influido notablemente todos los estudios posteriores sobre la inteligencia y el desarrollo intelectual, aglutinándolos en su favor o en su contra.

· LAS TEORÍAS QUE MIRAN HACIA AFUERA, o hacia el exterior del ser humano para explicarla naturaleza de la inteligencia. Las perspectivas en que se apoyan son:

La perspectiva antropológica: la inteligencia es una invención cultural, puesto que cada cultura tiene su propia concepción y lo que se requiere para adaptarse a una puede ser bastante diferente de lo que se requiere para adaptarse a otra. Las generalizaciones carecen entonces de validez. Al considerar siempre la importancia del contexto, previene contra las actitudes etnocéntricas y contra la creencia de que todos los fenómenos sobre el comportamiento y el desarrollo humano puedan explicarse desde un único modelo teórico. Se destacan los llamados relativistas culturales radicales, según los cuales no hay nada en común entre las diversas culturas. Se trata de teorías que debilitan las concepciones lineales de la historia y del desarrollo humano, abriendo espacios para nuevos modelos, nuevas perspectivas y nuevos enfoques sobre la inteligencia, que es considerada como la interiorización de herramientas proporcionadas por una cultura determinada. Su pertinencia en el debate modemidad-posmodemidad es notable.

La perspectiva sociológica: las teorías que se apoyan en esta perspectiva analizan cómo los procesos de socialización afectan el desarrollo de la inteligencia, razón por la cual afirman que a medida que los niños van creciendo internalizan los procesos sociales que observan en su ambiente. Sus representantes fundamentales son Lev Vigotsky (1937) y Reuven Feuerstein (1972). Vigotsky se apoya en tres supuestos para el desarrollo de su estructura teórica: i) la creencia en el método genético o evolutivo, es decir, en la existencia de los procesos de desarrollo; ii) los procesos psicológicos (o mentales) superiores tienen su origen en los procesos sociales; y iii) los procesos mentales pueden entenderse solamente mediante la comprensión de los instrumentos y signos que actúan como mediadores, dentro de los cuales se destaca particularmente le lenguaje [5]. Feuerstein, por su parte, busca una generalización de la perspectiva sociológica, mediante su teoría de la experiencia del aprendizaje mediado, que se apoya en la premisa de que la inteligencia es modificable: los estímulos emitidos por el ambiente son transformados para el niño por un agente mediador que puede ser la madre, el padre, un hermano, un maestro. Este agente mediador, guiado por sus intenciones, cultura y emociones, selecciona y organiza el mundo de estímulos para el niño, afectando de paso su estructura cognitiva. De esta manera, el mediador no sólo le transmite al niño habilidades y conocimientos importantes, sino que desarrolla en él la capacidad para captar e interpretar el ambiente por sí mismo. Una experiencia de aprendizaje mediado inadecuada por el efecto de condiciones ambientales pobres, por ejemplo, podrá generar un limitado desarrollo de las funciones cognitivas del niño[6]. De esta manera, la inteligencia se define como un proceso dinámico autorregulador que responde a la intervención del medio externo y el organismo humano como un sistema abierto en donde la propiedad o característica más importante es la receptividad y la posibilidad real de modificaciones de tipo estructural. (Pilonieta, 1995).

La perspectiva ecológica. Apoyada en investigaciones muy originales y a la vez muy complejas, inspiradas por Kurt Lewin (1936) y recientemente desarrolladas por Urie Bronfenbrenner (1987), esta perspectiva le otorga al entorno toda la importancia y toda la dinámica en el desarrollo humano y, en consecuencia, en el desarrollo intelectual. Parte de la base, además, de que para seguir avanzando en la comprensión científica de los procesos básicos intrapsíquicos e interpersonales del desarrollo humano hay que investigarlos en los ambientes reales, tanto inmediatos como remotos, en los que viven los seres humanos. Estas teorías no destacan los procesos psicológicos tradicionales (percepción, motivación, pensamiento y aprendizaje), sino su contenido, es decir, aquello que se percibe, se desea, se teme, se piensa o se adquiere como conocimiento y el modo en que la naturaleza de ese material psicológico cambia según la exposición de la persona al entorno y su interacción con él. Lo que cuenta para la conducta y el desarrollo de la inteligencia es el ambiente como se lo percibe, más que como pueda existir en la realidad objetiva. Para Bronfenbremer (1987, 38), las limitaciones de la psicología del desarrollo se deben a que ésta es la ciencia de la extraña conducta de los niños en situaciones extrañas, con adultos extraños, durante el menor tiempo posible De una forma muy general, tal como lo expresa en su Definición No. 1, la ecología del desarrollo humano comprende el estudio científico de la progresiva acomodación mutua entre un ser humano activo, en desarrollo, y las propiedades cambiantes de los entornos inmediatos en los que vive la persona en desarrollo, en cuanto este proceso se ve afectado por las relaciones que se establecen entre estos entornos y por los contextos más grandes en los que están incluidos estos entornos. La importancia de estas investigaciones radica precisamente en que superan la observación directa de la conducta de una o más personas en un mismo lugar y se apoyan en sistemas multipersonales de interacción, que no se limitan a un solo entorno, y que tienen en cuenta los aspectos del ambiente que van más allá de la situación inmediata que incluye al sujeto.

· LAS TEORÍAS QUE MIRAN HACIA ADENTRO Y HACIA AFUERA. Estas teorías consideran a la inteligencia como una compleja interacción de sistemas (cognitivos y de otros tipos) y comprenden las siguientes perspectivas:

La perspectiva sistémica’ entendida como una aplicación de la conocida teoría sistémica en el campo de la inteligencia, esta perspectiva comprende principalmente las obras de Gardner (1991) y Stenberg (1990). La teoría de Howard Gardner, denominada Las inteligencias múltiples se apoya en tres principios fundamentales: i) la inteligencia no es una sola entidad, (considerada globalmente o como compendio de múltiples habilidades). Lo que existen son múltiples inteligencias, cada una diferente de las demás, sistema por sí misma y no un simple aspecto de un sistema mayor; ii) cada inteligencia es independiente de las demás. La capacidad de una persona para una de ellas no permite predecir su capacidad para las demás, iii) Las inteligencias interactúan. A pesar de los anteriores principios, nadie puede hacer nada si sus inteligencias no trabajan juntas. Si no fuera así, un problema matemático planteado verbalmente no podría ser resuelto, ya que requiere la intervención tanto de la inteligencia lingüística como de la lógico-matemática. (Wasser de Diuk.1994). Según este análisis, existen los siguientes tipo de inteligencia: i) la inteligencia lingüística, “que supone una sensibilidad especial hacia el lenguaje hablado y escrito, la capacidad para aprender idiomas y de emplear el lenguaje para lograr determinados objetivos”; ii) la inteligencia lógico-matemática, “que supone la capacidad de analizar problemas de una manera lógica, de llevar a cabo operaciones matemáticas y de realizar investigaciones de una manera científica”; iii) la inteligencia musical, “que supone la capacidad de interpretar, componer y apreciar pautas musicales”; iv) la inteligencia corporal-cinestésica, “que supone la capacidad de emplear partes del propio cuerpo (como la mano o la boca) o su totalidad para resolver problemas o crear productos”; v) la inteligencia espacial, “que supone la capacidad de reconocer y manipular pautas en espacios grandes (como hacen, por ejemplo, los navegantes y los pilotos) y en espacios más reducidos (como hacen los escultores, los cirujanos, los jugadores de ajedrez, los artistas gráficos o los arquitectos)”; vi) la inteligencia interpersonal, “que denota la capacidad de una persona para entender las intenciones, las motivaciones y los deseos ajenos y, en consecuencia, su capacidad para trabajar eficazmente con otras personas”; vii) la inteligencia intrapersonal “que supone la capacidad de comprenderse uno mismo, de tener un modelo útil y eficaz de uno mismo -que incluya los propios deseos, miedos y capacidades- y de emplear esta información con eficacia en la regulación de la propia vida” [7]; Donde los individuos se diferencian es en la intensidad de estas inteligencias y en las formas en que se recurre a esas mismas inteligencias y se las combina para llevara cabo diferentes labores, para solucionar problemas diversos y progresar en distintos ámbitos. (Gardner, 1987, 1988, 1991, 1993, 1994, 2001, 2004). [8]Robert Stenberg, en su Teoría triárquica de la inteligencia mira hacia adentro y hacia afuera en el momento en que identifica tres subteorías interrelacionadas: i) la subteoría componencial, que relaciona la inteligencia con el mundo interno del individuo; ií) la subteoría experiencia!, que relaciona la inteligencia con la experiencia del individuo; iii) la subteoría contextual, que relaciona la inteligencia con el mundo externo del individuo. Por último, Stephen Ceci desarrolla tres propuestas claves para una teoría sistémica sobre la inteligencia: i) no existe un solo potencial cognitivo (o factor ‘G’) sino múltiples potenciales; ii) el contexto es fundamental y comprende fuerzas motivacionales, aspectos sociales y físicos de un ambiente o tarea y el área de conocimiento en que se encuentra inmersa la tarea; iii) el conocimiento previo y la aptitud son inseparables, puesto que la aptitud siempre se apoya en los conocimientos previos y al mismo tiempo los altera.

Esta clasificación, por definición esquemática e inacabada, no pretende agotar el tema de la inteligencia en unas pocas páginas, ni inducir a que los educadores tomen partido por una u otra perspectiva. Como sucede con las teorías psicológicas y pedagógicas, no hay una sola que esté completamente equivocada. Tampoco se trata de armar un perspectiva que tenga un poco de todas. Más bien hemos querido presentar algunas de las perspectivas sobre la inteligencia con el propósito de comprender mejor el desarrollo intelectual entendiendo, eso sí, que la teoría -como bien lo expresa Foucault- es una caja de herramientas que debe ser saqueada con entera libertad. [9]

[1] Para el Diccionario de la Real Academia Española, la Inteligencia es igualmente la capacidad de entender o comprender.

[2] La investigación histórica corresponde a Lilian Wasser de Diuk (1994). La clasificación original es de Stenberg. Este ensayo es una ampliación y una actualización de las teorías, en algunos casos con modificaciones del autor.

[3] Es importante tener presente que como sucede con todas las clasificaciones, ésta es esquemática y a posterior!, es decir, que proviene de una estrategia metodológica que ubica a los autores en determinada escuela o grupo, sin que ello implique que aquéllos hubieran trabajado juntos, o que hubieran partido de un presupuesto o postulado común.

[4] Vale la pena destacar el muy reciente aporte del científico colombiano Rodolfo Llinás sobre esta materia (1995). La idea que ha prevalecido es que cada sentido ocupa un área específica de la corteza cerebral (lo que la ubica también dentro de la perspectiva cartográfica) pero las percepciones se encuentran dispersas por toda la corteza. Cómo se unen en una sola imagen ha sido el problema de mayor investigación neurológica. La explicación tradicional asume la idea de un lugar, de una especie de pantalla generada por conectividad celular (una célula encargada de percibir el olor le comunica a otra que a su vez le comunica a otra, y así sucesivamente hasta formar una pantalla compuesta por miles de granos que al estar juntos producen la imagen del mundo exterior). La explicación de Llinás se apoya no en un espacio o lugar sino en el tiempo: el cerebro tiene un sistema de radar que ‘barre’ todas las áreas de la corteza cada 12,5 milisegundos. Este barrido (que proviene del tálamo) registra en cada ciclo todas las células de la corteza que están percibiendo información sensorial. Este tipo de teorías no sólo ilustran el estudio de la inteligencia, sino que tienen enormes implicaciones sobre la explicación de la conciencia, el funcionamiento del cerebro y del sistema nervioso.

[5] Para Vigotsky la distinción entre funciones psicológicas elementales y superiores surge de la necesidad de separar los fenómenos psicológicos comunes a animales y humanos de los específicamente humanos, de manera que los procesos psicológicos superiores representan un nivel cualitativamente superior de funcionamiento psicológico. De esta manera, las funciones como la memoria y la atención aparecen primero en forma primaria para luego cambiar a formas superiores (atención voluntaria, memoria lógica). Cualquier función presente en el desarrollo cultural del niño aparece dos veces o en dos planos distintos: primero aparece entre las personas (funcionamiento interpsicológico) y luego en el niño (funcionamiento intrapsicológico). Aquellas funciones que se encuentran en proceso de maduración se ubican, según Vigotsky, en la llamada ‘zona de desarrollo próximo’.

[6] “Las funciones cognitivas son actividades del sistema nervioso que explican parcialmente el desarrollo de la capacidad individual, para poder servirse de las experiencias previas en su proceso de crecimiento y manejo adecuado de situaciones nuevas”(Pilonieta, 1995)

[7] También se está estudiando la posibilidad de definir otras dos inteligencias: la naturalista y la moral, frente a lo cual Gardner presenta consideraciones a favor y en contra, derivadas de la aplicación de los ocho criterios que considera debe tener una inteligencia para ser considerada como tal: 1. Que se pueda aislar en casos de lesiones cerebrales; 2. Que tenga una historia evolutiva plausible; 3. LA existencia de una o más operaciones identificables que desempeñen una función esencial o central; 4. Posibilidad de codificación en un sistema de símbolos; 5. Un desarrollo bien diferenciado y un conjunto definible de actuaciones que indiquen un ‘estado final’; 6. La existencia de ‘idiots savants, prodigios y otras personas excepcionales; 7. Contar con el respaldo de la psicología experimental; 8. Contar con el apoyo de datos psicométricos. (Gardner, 2001).

[8] En sus más recientes trabajo, Gardner ha preferido esbozar una definición de inteligencia en los siguientes términos: “un potencia biopsicobiológico para procesar información que se puede activar en un parco cultural para resolver problemas o crear productos que tiene valor para una cultura” (Gardner, 2001).

[9] Es necesario aclarar, de una vez, que el P.E.I. del Claustro Moderno, a pesar de sustentarse en esta afirmación de Lyotard, se encuentra más cercano a las teorías de Gardner y Bronfrenbrener, de donde han surgido las principales propuestas para permitir a los niños y jóvenes desarrollar su propia vocación e impulsar sus principales talentos.

Tradicionalmente, la función del maestro se ha venido entendiendo dentro de al lo menos tres esquemas rígidos. El primero tiene que ver con la del maestro-enseñante. De nuevo, vale la pena insistir en que el maestro no tiene como función primordial la de enseñar. De hecho, si fuera esta su razón de ser, en lugar de maestro será sólo profesor, y aún, en lugar de profesor, meramente enseñante. Pero sucede que no sólo enseña un profesor: enseña la experiencia, la televisión, el juego, los libros, la observación y los computadores.

En efecto, en el contacto particularmente novedoso con el computador, además de ganar en atención, concentración, percepción, análisis, intuición y reflejos, el niño puede concluir con facilidad que el computador enseña más y regaña menos, que repite cuantas veces se le solicite, que no raja, que es más divertido y, en últimas, que cuando lo desee lo apaga. Algo muy parecido podría decirse de la televisión, de los juegos electrónicos o del deporte, que suelen ser más capaces que el profesor de mantener la atención y la motivación de los niños, y además por mucho más tiempo continuo.

Un segundo esquema se relaciona con la función del maestro-controlador. Aquel que asume el control y la vigilancia sobre lo que los niños hacen o dejan de hacer. Una especie de policía que tiene como propósito vigilar que no se viole ninguno de los artículos de un reglamento escolar, y además controlar por medio de la planificación, la nota y el castigo todas y cada una de las acciones de los estudiantes en su tarea de aprender. Es muy probable que Foucault haya tenido en mente este tipo de persona cuando escribió Vigilar y Castigar y que gracias a este esquema los colegios se parezcan más a una cárcel o a un manicomio con corredores donde se pasean los profesores uniformados y armados con la táctica de la nota, la estrategia del reglamento y la técnica del castigo. Si los maestros insisten en mantener un control estricto, dominar la agenda y la discusión, determinar por anticipado qué debe ocurrir y qué hay que descubrir, incluso sus alumnos más brillantes quedarán atados al andamiaje, como una estructura apoyada, incapaces de funcionar independientemente o fuera del contexto y contenido precisos de lo que se hace en la clase. (Edwards y Mercer, 1988)

El tercer esquema se refiere a una especie de maestro-ausente cuyos principios se encuentran encabezados por la estrategia del laissez-faire, laissez-paisser (dejar hacer, dejar pasar). Los alumnos desarrollan una falsa interacción con estos maestros, puesto que se encuentran en condiciones de hacer literalmente los que les da la gana, circunstancia en la cual se impone la ley del más fuerte y se generan muchas condiciones propicias para la violación de los derechos y para la incapacidad de respetar las ideas de los semejantes, reconocer y valorar las diferencias y aprender a vivir pacífica y productivamente en comunidad. Numerosos adultos pueden estar todavía sufriendo los efectos negativos que una situación así les pudo haber generado, al permitir la plena expresión de la violencia que se desarrolla en un grupo sin oficio, sin motivación y sin el apego fundamental a las reglas mínimas de convivencia.

Adicionalmente, los tres esquemas comparten la misma circunstancia espacial del aula de clase. Son maestros dentro del aula y no fuera de ella. Enseñan sólo dentro del aula. Paradójicamente, empero, la memoria del mejor maestro en la mayoría de los adultos reposa en la interacción que se produjo fuera del aula, allí donde el maestro despojado de la tiranía de los programas, fue capaz de oír, observar, aplaudir, reír, aconsejar, discutir, orientar y jugar.

Sin pretender presentar la fórmula del maestro ideal, esbozaremos algunas de las funciones que de seguirse aunque sea de manera parcial, podrían favorecer un contacto más amable y productivo de los estudiantes con la escuela, y en consecuencia mayor motivación, capacitación y aprendizaje:

En cuanto a su ser:

Un nuevo paradigma de la educación le plantea la necesidad de otro maestro, con una formación tanto personal como académica que pueda contemplar al menos los siguientes aspectos:

· Una formación ética que posibilite reflexionar sobre la veracidad de la información que distribuye, el respeto por las personas, el ejercicio de la justicia, el respeto de los derechos fundamentales, el respeto de la confiabilidad y la intimidad, la igualdad en las relaciones, etc. para poder fomentar en los niños la tolerancia, la solidaridad, la honestidad el compañerismo y el espíritu de colaboración con la sociedad; el respeto a las diferencias y la no discriminación por razones de sexo, raza, origen o religión; para poder servir siempre como mediador del conflicto, estimulante del diálogo e impulsor de talentos y virtudes.

· El desarrollo de habilidades comunicacionales que ayuden a generar un proceso colectivo de construcción de significados y que contemple desde la forma como transmite sus conocimientos hasta la coherencia entre su discurso y su vida. Igualmente, que le ayuden a mantener y cultivar el hábito de la observación, de la experimentación, así como aprender y dejar aprender del error y de la derrota.

· Una actitud que le permita hacer frente a la posibilidad de que no llegue a ser eficaz o útil y demostrar una voluntad de reflexión, de evaluación y de cambio de rumbo tan a menudo como sea necesario

· El desarrollo de hábitos de trabajo en cuanto a la lectura, la investigación, la producción de escritos, el tipo de relación que establece con los demás, su presentación personal, su capacidad de escucha, su habilidad de preguntar etc.

· El desarrollo de la sensibilidad que le permita descubrir en los niños sus posibilidades y sus limitaciones para ayudarlos en la explotación adecuada de su potencial humano y de proyección profesional.

· Una formación académica que le aporte no sólo un conocimiento tangencial de las disciplinas sino que estudie con profundidad la estructura epistemológica de una disciplina en particular.

En cuanto a su quehacer:

El maestro debe emplear estrategias que enseñen al alumno a aprender, haciéndolo vivir experiencias intelectuales estimulantes, que organicen la información en forma lógica y científica, al mismo tiempo que desarrollen una serie de habilidades, capacidades, procesos intelectuales y cualidades de personalidad.

La relación del maestro y el niño es fundamental para su desarrollo, y le proporciona muchas posibilidades de construcción de conocimientos y de vida, si se da en un plano horizontal de respeto mutuo, en el cual el maestro reconoce al niño como ser autónomo e independiente, capaz de expresar sentimientos, pensamientos y deseos, de autoevaluarse y autocorregirse, valorar sus trabajos y los del grupo, y sentir la satisfacción de su esfuerzo y ejecución.

El papel que está llamado a desempeñar el maestro es el de un guìa, un orientador, un animador y un facilitador de la acción del niño y de la participación del grupo. De esta manera, el maestro debería:

· Saber antetodo, que es tan importante conocer los mecanismos del desarrollo como los del aprendizaje, puesto que lo niños están construyendo sus estructuras intelectuales y por eso su tarea fundamental es contribuir a la formación de éstas.

· Crear las condiciones que permitan a los niños descubrir algunas cosas por sí mismos (cada vez que enseñamos prematuramente a un niño algo que podía haber descubierto él mismo, se le impide inventarlo y por tanto, comprenderlo por entero. (Piaget, 1936).

· Guiar al alumno y ser un generador de contradicciones y de dificultades que le hagan progresar y en ningún caso dejarle abandonado a la suerte de aprender completamente solo o en forma autodidacta;

· Partir de las ideas espontáneas, o por lo menos considerarlas, y no dar por supuesto que el niño entiende lo que tratamos, que aprende como nosotros pretendemos enseñarle.

· Diseñar actividades que permitan a los niños aprender de su experiencia directa, concreta, y que los conduzcan también a actuar y no sólo a escuchar, leer o escribir;

· Hacer referencia a la experiencia más amplia de los niños (en la escuela o fuera de ella) al explicar temas o introducir problemas.

De esta manera, el niño participa activamente, encontrando en su maestro un facilitador, un orientador, un animador con quien se adentra en esa búsqueda de explicaciones, que lo confronta, que le crea un ambiente propicio para aprender y le permite de esta forma crecer física, cognoscitiva y afectivamente.

Es, finalmente, la formación y la actualización de los maestros en estos términos, la tarea de mayor urgencia y el problema de más envergadura a la hora de aplicar modelos alternativos de educación. De otra forma, todos los postulados de este proyecto -como de tantos otros- quedarán acumulados como un conjunto de máximas sin sentido, sin significado y sin representación.

Lo primero que se debe aclarar es que currículo no es lo mismo que plan de estudios. Tienen que ver, naturalmente, en tanto el segundo es uno de los elementos del primero, pero no el único. Es el currículo un conjunto de intenciones, principios, acciones, planes y experiencias que empiezan por contextualizar al estudiante, al maestro y a la escuela en un espacio y en un tiempo determinado y termina por darle algún sentido a las relaciones que entre ellos se producen. De una manera algo más académica, el currículo es el vínculo entre las intenciones de una institución y el proyecto histórico-cultural de la comunidad a la que esa institución pertenece.

Es en el currículo donde convergen las principales preguntas, necesidades, problemas y propósitos de una determinada institución educativa, aunque bien vale la pena tener presente que el currículo en la mayoría de países es una elaboración gubernamental de aplicación obligatoria, que desconoce el principio de autonomía institucional.

Es también en el currículo donde se define un énfasis y unas prioridades en la formación y desarrollo de los niños, unas características básicas de la institución que sirven al mismo énfasis y a las mismas prioridades, un objetivo general institucional, unas estrategias pedagógicas, una concepción epistemológica determinada, unos criterios de evaluación consecuentes con todo lo anterior, y por último, un plan de estudios determinado.

Aquí convergen las preguntas de qué quieren, qué pueden y qué deben aprender a hacer los niños, o qué deben hacer para aprender, con las preguntas de qué enseñar a hacer o qué hacer para enseñar por parte de los maestros (o la necesaria concreción de las intenciones educativas), cuándo (o el problema de la organización y secuenciación de las intenciones educativas), cómo (o el problema de la metodología de la enseñanza), dónde (o el problema del diseño de ambientes y de la optimización del espacio), y qué evaluar, cuándo y cómo evaluar (o la necesidad de determinarla eficiencia de los procesos curriculares).

Se antepone a cada una de estas preguntas, la necesidad de verificar en qué medida se relacionan con el objetivo fundamental de contribuir al desarrollo del niño, o si persiguen más bien la enseñanza tradicional de una arbitraria selección de conocimientos u otro tipo de propósitos menos urgentes. Estos interrogantes señalan, por una parte, que antes de arrancar a desarrollar programas a ver qué pasa (como si se tratara de manejar un camión por peligrosos abismos, en condiciones climáticas desconocidas, probables fallas mecánicas y a veces, sin saber siquiera manejar) es necesario reflexionar sobre el propósito del viaje, el estado de las vías, la necesidad viajar, las condiciones del clima, las posibles trayectorias y la capacidad de conducir.

Puede suceder, por ejemplo, que gracias al currículo los estudiantes o bien entiendan el problema que están resolviendo, aunque vayan más despacio, o bien resuelvan de forma mecánica muchos problemas; que entiendan qué hacen en el mundo, o que simplemente tengan algunas direcciones útiles, algunos nombres y fechas, para que si les hablan alguna vez en la vida de eso les suene. El problema es fundamental: poned veinte o más niños de más o menos la misma edad en una pequeña aula, confinadles en pupitres, hacedles formar en filas, haced que se comporten. Es como si un comité secreto, ahora perdido para la historia, hubiera realizado un estudio de los niños y, habiendo descifrado qué era lo que el mayor número estaba menos dispuesto a hacer, declarara que todos deberían hacerlo (Tracy, 1989).

En el tema del currículo se refleja desde la estructura de la escuela (porque es ésta la que debe adaptarse a aquél y no sólo al revés) hasta la ubicación precisa de la institución en el debate entre la herencia y la cultura como factores del desarrollo humano. Desde el sentido de los uniformes escolares, hasta la importancia, conveniencia y oportunidad del desarrollo de las capacidades y de los conocimientos.

Porque el problema del currículo no es solo programático, cuando se le pide que defina qué materias dividen un plan de estudios, qué horarios lo rigen y qué temas se dictan en qué aulas y grados y a qué horas. Tampoco es sólo psicológico, puesto que la psicología ofrece una descripción de cómo se produce el desarrollo pero no de cómo debemos actuar para facilitarlo, mejorarlo o impulsarlo.[1]22 Es pedagógico, en tanto la esencia de la pedagogía -y su origen etimológico- es acompañar a los niños.

Hay que aclarar, sin embargo, que aunque la escuela pueda servir a muchos fines sociales y culturales, desde la formación de pensamiento del niño hasta la transmisión de valores morales, su razón de ser institucional no podrá apartarse nunca de traspasar una parte del conocimiento acumulado de una sociedad. Lo que se pone en duda no es que los estudiantes deban tanto saber leer y escribir como que puedan deleitarse con dicha capacidad, puesto que en la tradicional tarea de la alfabetización literal de las juventudes, lo que se ha perdido no son sus habilidades decodificadoras, sino dos facetas distintas: la capacidad de leer para comprender y el deseo mismo de leer.

Es propio del currículo, finalmente, la proyección de los estudiantes en el futuro, según la cual pueda desarrollarse en función de las necesidades específicas de la época en que van a vivir y a expresarse como ciudadanos, con la presencia de sus padres y maestros, o sin ellos. Esto es, establecer un vínculo comprensivo entre el pasado, el presente y el futuro, pero a manera de un diálogo más entre el niño, su presente y su futuro, y menos entre el niño y el pasado de un adulto.

Todo lo cual puede producir una confusión entre los propósitos de la educación, de la escuela y del currículo, como si los tres fueran iguales. Lo que sucede es que las actividades educativas escolares (recordando que las hay también no escolares o informales) responden a la idea de que hay ciertos aspectos del desarrollo humano que no tendrán lugar en forma satisfactoria o que incluso pueden llegar a no producirse en absoluto, a menos que se proporcione una ayuda específica, en el marco de un determinado contexto cultural. Esta ayuda puede concretarse en actividades intencionales que se desarrollen de acuerdo con un plan de acción determinado y que, en consecuencia, estén al servicio de un proyecto educativo. Es, pues, tarea del currículo, explicitar ese proyecto educativo a través de la organización de las intenciones y del plan de acción y otorgarle con ello un sentido específico a las actividades de una institución.

El currículo -en palabras de César Coll, uno de los más destacados especialistas en el asunto- debe tener en cuenta las condiciones reales en las que va a tener que llevarse a cabo el proyecto, situándose justamente entre, por una parte, las intenciones, los principios y las orientaciones generales y, por otra, la práctica pedagógíca (…) sin llegar al extremo de suplantar la iniciativa y la responsabilidad de los profesores, convirtiéndolos en unos instrumentos de ejecución de un plan previamente establecido hasta sus mínimos detalles. (Coll, 1991).

La acción del currículo podría imaginarse como la de una gigantesca aguja que con el hilo de un plan de acción específico, va uniendo actividades aisladas o pedazos de intenciones en beneficio de la consolidación de un propósito pedagógico cumún.

[1] La psicología es una disciplina que pretende ser científica y que por tanto se ocupa del ser mientras que la educación es un arte y una técnica que trata del deber ser». (Delval, 1983)

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